Víctor Gómez Pin
Uno de los apartados del título II capítulo I artículo 25 de la ley de protección animal relativo a “prohibiciones generales con respecto a los animales de compañía y silvestres en cautividad”, establece la prohibición de “utilizarlos de forma ambulante como reclamo. Sin que este precepto cuestione el derecho de las personas sin hogar a ir acompañadas de sus animales de compañía” (sic).
Al leerlo surge de inmediato la pregunta: en lugar de hacer excepción a una regla considerada exigencia moral para, digamos, compensar por la condición de ser humano sin hogar, ¿no cabría erigir en imperativo el abolir la condición misma de “persona sin hogar”? La cuestión roza el sarcasmo: tratándose de protección de animales “domésticos”, se hace excepción para los seres privados de “domos”, es decir, de casa.
Queda lejos el Marx de los Manuscritos, y desde luego lejos el Marx que, lector de Hegel, criticaba el idealismo del maestro, pero proyectaba sobre la arena política la tensión conceptual y el ansia de confrontación que atraviesa la hegeliana Ciencia de la Lógica. La política se ve reflejada en el espejo de la prudencia. No hay peligro de caer en sueños de la razón. De hecho, el peso de la razón como singularidad está en entredicho. Tratándose de justicia, Jeremy Bentham gana a Kant la partida: el criterio para saber quién no puede ser instrumentalizado no es si es susceptible de hablar y razonar, sino meramente el ser dotado de sentidos y en consecuencia susceptible de sufrir. En las ciudades de occidente no hay rumor de niños. Los parques se llenan de ancianos y canes.