Víctor Gómez Pin
Mantenerse a la altura del espíritu, mantenerse a la altura de lo que
supone que la carne haya llegado a ser verbo, conlleva tensión en la
vigilia o en el sueño, y por ello muchos no se sienten capacitados
para ello. Si renuncian a la filosofía, se abisman en la cotidianeidad
y sus espejismos; si meramente fingen responder a ella, el sentimiento
de usurpación les corroe.
Aunque ciertamente es mayor el grado de miseria en aquel que parece
no trascender la vida de un animal dotado de un código de señales.
Pues cuando uno se encuentra atrapado en la telaraña del trabajo
esclavo, aderezado con evasiones cuya función esencial es simplemente
llenar el tiempo, a fin de que no haya un solo resquicio para la
lucidez; cuando la hipótesis de escapar a este embrutecedor ciclo,
lejos de aparecer como liberación del yugo, es amenaza de marginación
y desarraigo; cuando la creación es esencialmente cosa de otros y,
como mucho, a uno le toca el papel de consumidor de cultura (que es
realmente un consumo como otro cualquiera); cuando se busca la mano
del otro, no al afrontar con entereza el inevitable combate, sino al
esconder temerosamente la cabeza; cuando el vínculo de los cuerpos no
es fiesta sino consuelo (consuelo literalmente de los afligidos);
cuando el deseo de ser ocasión de que se recree en otros seres el
lenguaje y el espíritu, muta en ansia de que alguien, tomando el
relevo en la vida genuflexa, permita a uno abismarse en el subterráneo
de la jubilación; cuando, en suma, el orden social nos reduce a "vivir
y pensar como cerdos" (según la cruel expresión de Gilles Châtelet)…
entonces la sola evocación de la filosofía suena realmente a sarcasmo.