Víctor Gómez Pin
Hace treinta años tuve ocasión de participar en un singular proyecto indisociablemente político e intelectual. El profesor Ramón Valls, eminente estudioso de Hegel, había sido nombrado Decano Comisario y encargado de sentar las bases de lo que más tarde devendría Facultad de Filosofía de la Universidad del País Vasco, ubicada en la colina de Zorroaga en San sebastián. Yo entonces residía en Paris y daba clase en la Universidad de Dijon. Acepteé la propuesta siguiendo los pasos de Javier Echeverría, quien se había trasladado a San Sebastian desde Hannover.
En aquellos años el País Vasco era un auténtico hervidero y nuestro centro de Zorroaga se convirtió muy rápidamente en un polo de atracción para toda clase de personas: estudiantes recién salidos del bachillerato obviamente, pero también trabajadores que se apuntaban a los cursos nocturnos, militantes políticos de las más variadas tendencias y profesores de diversas disciplinas(no sólo filósofos en el sentido convencional del término) que aceptaron la invitación de incorporarse al claustro de Zorroaga en razón de que presentían que la creación de una facultad de Filosofía era algo que va mucho más allá de la erección de un nuevo centro de estudios con especialización disciplinar.
El ya fallecido filósofo francés Jacques Derrida fue uno de los que aceptó la invitación (junto a Pierre Aubenque, Julio Caro Baroja y tantos otros) de incorporarse al claustro, impartiendo un singular curso de doctorado que hubiera sido muy oportuno evocar durante las polémicas sobre la llamada declaración de Bolonia. Derrida se centraba en un texto de Kant que lleva el título de "El conflicto de las Facultades" y en el cual se defiende la tesis siguiente: el Departamento de Filosofía ha de constituir un departamento administrativo entre otros y sin embargo…toda la Universidad.
El substrato de la tesis de Kant es la idea de que el concepto mismo de Universidad exige que se de un lugar en el que las disciplinas particulares sean sometidas a un singular juicio, es decir: sean confrontadas a las exigencias que se hallan en el origen de esas mismas disciplinas y que no son otras que exigencias puras de inteligibilidad. La Filosofía juzga del grado de fidelidad de cada disciplina del espíritu a lo que de hecho constituye su propia matriz.. En este sentido la Filosofía es la condición de posibilidad de que se configure una universidad digna de tal nombre, es decir un lugar caracterizado por el desinterés y auténtico espejo de todo ideario de libertad y enriquecimiento del espíritu que pueda darse en la sociedad global.
Útil es recordar todo esto cuando, con motivo del proyecto de Bolonia, se repite una y otra vez que la Universidad ha de estar al servicio de la sociedad y que este servicio sólo es posible si la formación que depara responde a las exigencias (económicas en primer lugar) de la misma.
Se trata de una auténtica- y deplorable- inversión de jerarquía. Cabe decir de la Universidad lo que Marcel Proust dice del arte, a saber, que debe realmente servir a los demás, pero que ello sólo es factible siendo rigurosamente fiel a sus propias exigencias (ya he tenido ocasión de escribir al respecto que sólo el radical valor moral del Guernica es corolario de su peso artístico y que de tratarse de una obra mediocre, en nada o muy poco hubiera contribuido a subvertir nuestras conciencias). ¿Podría la Universidad responder a su concepto si adaptase su configuración administrativa, sus planes de estudios y la ordenación de las disciplinas a una sociedad que estuviera caracterizada por la negación efectiva de libertades o el abuso del débil? Nadie se atrevería a sostenerlo. Pues bien: en nuestras sociedades hay múltiples colectivos-camareros y taxistas por ejemplo- en los que el horario de trabajo puede alcanzar las doce y hasta las catorce horas. Se trata de sociedades dónde esta forma de condena al embrutecimiento se complementa con un ocio más embrutecedor todavía, de tal manera que e halla excluida toda forma de humanismo, es decir, toda confianza en la sentencia de Aristoteles según la cual está en la naturaleza de todos los humanos el deseo de una vida libre y lúcida. ¿Es a las exigencias de este tipo de sociedades a lo que debe adaptarse la Universidad?
La Universidad no debe adaptarse a nada más que a las exigencias de la razón y a los imperativos de la libertad. Y si esto es imposible en una sociedad dada es obvio que lo que que hay que transformar es la sociedad, en lugar de sacrificar el ideario de la Universidad. Seguiré tratando el tema.