Víctor Gómez Pin
En una reflexión anterior intentaba sintetizar tesis kantianas relativas a la imposibilidad de que el orden social, persistiera si las máximas de acción contrarias a la moralidad fueran erigidas en leyes universales, a las que se adecuaría necesariamente nuestro comportamiento. Uno de los ejemplos que el pensador nos ofrece es relativo a la palabra empeñada, ejemplo concretizado en la persona que, apurada, solicita una ayuda económica. Conviene recordar el argumento: la persona en cuestión puede hallarse tentada de prometer su devolución en un plazo determinado, aun a sabiendas de que ello no va a ser posible. Por definición, la palabra no surtirá efecto más que si el que la enuncia es susceptible de ser creído. Si la enunciación de falsas promesas fuera erigida en ley universal determinante del comportamiento, de tal manera que toda promesa tuviera entre sus rasgos esenciales el ser falsa… obviamente nadie avanzaría un penique, pues tendría la certeza de no recuperarlo. En suma: hasta para conducir a buen puerto mis aspiraciones más inmundas no podría dejar de desear que en el mundo haya seres motivados por valores desinteresados y favorables a la persistencia de los seres razonable, en lugar de serlo por meros intereses subjetivos.
En el evocado debate en que uno de los participantes acusaba al otro de mentir sistemáticamente estaban en juego ni más ni menos que los argumentos que tendría un ciudadano para elegir su primer representante en el orden de la polis, es decir de la organización de nuestras vidas en conformidad a una ley. Días después, conocido ya el resultado, el acusador deseó suerte en la gestión a su rival sin retirar en absoluto sus palabras y ante simpatizantes que, en consecuencia con lo que había reiterado su líder, coreaban "Si gana Zapatero gana un embustero".
Reitero: no había habido ni un instante de veracidad en un debate sobre la cosa pública, y tras el mismo parecía que, de facto, ni puñetera falta hace que lo hubiera. Reitero: cerca estamos del nihilismo y lejos estamos de la exigencia kantiana. Totalmente errónea puede llegar a parecernos la convicción de que un grado de veracidad en la palabra es condición de posibilidad incluso de una práctica social sustentada en el engaño.