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Vértigo y psicosis

Por 4 de mayo de 2015 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

El primer logro de la nueva película de Paul Thomas Anderson, sensiblemente superior a la obra de Thomas Pynchon que adapta, es preliminar y novelístico: una voz femenina, juvenil y de poco volumen, comenta los hechos desde el inicio como narradora externa y vuelve a hacerlo en diversos momentos, incluso apareciendo en imagen y desapareciendo sin justificación, como los fantasmas. Dicha voz no corresponde a la de la novela de Pynchon, narrada en tercera persona (aunque con mucha intervención autoral en un correlato policiaco, lleno de apartes y citas, que son lo mejor del libro); así que pronto resulta evidente que Anderson introduce esa voz y esa figura quebradiza como uno más de los espejismos de un film que trata sobre los mundos paralelos de lo real y sobre lo invisible inherente a lo visible.

 

    ‘Inherent Vice’ (‘Puro vicio’ en la ingeniosamente infiel traducción española) refleja la vida vertiginosa de una amplia galería de personajes californianos de finales de los años 60, adictos todos a las facilidades del sexo, los estados lisérgicos y las ensoñaciones de la marihuana, y practicantes algunos de la espiritualidad hippie, la pequeña estafa y el gran crimen. La época, puesto que se trata de un film de época, está maravillosamente bien pintada, sin alardes de producción ni abusos del color local; como explicó el director, entrevistado por la legendaria revista de cine ‘Sight & Sound’, el modo de captarla se basó en una minuciosa elaboración fotográfica (extraordinario su iluminador, Robert Elswit) que, trabajando en celuloide y no en imagen digital, busca y consigue el look de "una postal desvaída, una portada de un disco o un libro de bolsillo". Las caracterizaciones son memorables, como las sabe hacer Hollywood, y la banda sonora, muy presente en todo el metraje, tiene variedad y sorpresa, aunque a título personal eché en falta a Rocío Dúrcal, que aparece como referencia icónica en la página 338 de la novela de Pynchon cantando "con su corazón a punto de romperse" por la radio del coche del protagonista Doc Sportello. Oír en esta película a nuestra tonadillera sí que habría sido un colocón auditivo.

      La novela abunda en citas fílmicas que le dan a menudo la textura de un palimpsesto del ‘thriller’; en pantalla corrían el riesgo de la redundancia, aunque se agradece la alusión al clásico director de fotografía James Wong Howe, muy nombrado por Pynchon y aquí introducido únicamente en una de las escenas más brillantes, la primera visita a la casa de Sloane Wolfmann, la mujer del magnate desaparecido que da pie a la peripecia. La brillantez estilística es un signo distintivo de Paul Thomas Anderson, y si esa riqueza formal es siempre de agradecer y alcanzaba cotas sublimes en ‘Magnolia’ y ‘Pozos de ambición’, en ‘Puro vicio’ constituye su razón de ser, una vez que la trama pronto deja de interesar, por fútil y deliberadamente embrollada. El espectador, aunque se pierda en los espejismos, tiene la garantía de la constante invención visual, del inesperado giro en el montaje, de la belleza de algunos ‘set pieces’, como el del burdel especializado en el ‘cunnilingus’ y esa última cena que celebran en el caserón un grupo de ‘flower people’, más cercana en el homenaje plástico a la ‘Viridiana’ de Buñuel que a las santas cenas de Leonardo o Tintoretto. Mención especial merecen las dos secuencias de mayor relieve y densidad, situadas ambas en instituciones: la sede de ‘Colmillo Dorado’ (‘Golden Fang’) donde se practica a mansalva la ortodoncia y la pederastia, y con un personaje, el del Doctor Blatnoyd, de una psicosis cómica arrolladora, y la clínica o cárcel del Instituto Chryskylodon, con sus pacientes de túnicas blancas y sus dirigentes de negro adoctrinamiento fílmico. Recuerdan esos pasajes al mejor David Lynch, si bien Anderson los engrana con sentido en su relato, por desaforados y granguiñolescos que sean.

     En una película hecha de personajes numerosos y cambiantes, el reparto es esencial, y ‘Puro vicio’ no flaquea a ese respecto. A Joaquin Phoenix pocos elogios se le pueden añadir en una carrera de su (de vez en cuando voluntariamente interrupta) solidez; aquí domina la acción, con gran variedad de peinados, desde el principio al fin, y nunca nos cansa su permanente adormecimiento o desgana heroica. Josh Brolin interpreta con genio al importante policía y estrella de la publicidad Bigfoot Bjornsen, y luego está, destacadísima en el papel de Shasta, la exnovia del detective, Katherine Waterston, que tiene, en el plano-secuencia de su confesión a Doc en la cabaña, con coito final incluido, un discurso trascendental sobre la invisibilidad, clave del film. En brevísimas pero llamativas intervenciones, se dejan notar Maya Rudolph, que es la esposa de Paul Thomas Anderson, como recepcionista del despacho de Doc, y Jeannie Berlin encarnando a la capciosa y resabiada Tía Reet.

    Lo que es bueno hacer, y yo siempre hago, quedarse en la sala del cine a ver todos los títulos de crédito, por extensos que sean, en esta ocasión lo desaconsejo; hay canciones gratas de oír mientras pasa el rodillo de nombres, pero Anderson, en vez de añadir un extra o un chiste epilogal, como hacen algunos directores juguetones, ha querido rendirle un tributo a Thomas Pynchon, y así el último fotograma reproduce la muy trillada frase sesentayochesca que el novelista pone como ‘motto’ del libro: "Bajo los adoquines, ¡la playa!". Pynchon sin duda se refiere, en un guiño, a la playa cercana a Los Angeles donde trascurre gran parte de la historia, y su adoquinado sería, lógicamente, el pavimento de la especulación inmobiliaria. El espectador ya lo sabía, y el cineasta tendría que haber dejado oculto ese obvio mensaje entre las cubiertas del libro que tan estupendamente expande en su adaptación.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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