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Sol en invierno

Por 26 de marzo de 2012 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

Como los británicos que llegan a Alicante en avión y no salen, hasta su regreso, del coto cerrado de Benidorm, muchos españoles viajan al Caribe sin pisar las ciudades que no ofrezcan primera línea de playa, hoteles "all inclusive" y el azar del casino o el ligue. La República Dominicana, destino cada vez más propuesto por las agencias, tiene, como Jamaica, Cuba o Cancún, sus grandes centros de atracción, siendo los más conocidos los situados al este de la isla, Punta Cana y Playa Bávaro, sin olvidar los también hermosos arenales del norte, Puerto Plata y otros puntos de la llamada Costa del Ámbar, bañada por el Atlántico. Mi viaje, que también tuvo playa y una hermosa naturaleza interior, se concentró en tres provincias del centro meridional, Santo Domingo, San Cristóbal y Azúa, exactamente llamada Azúa de Compostela, pese a lo cual sus bellezas no son arquitectónicas sino las de un frondoso paisaje de palmeras cocoteras, ‘mings’ y flamboyanes, que amenizan con el rojo anaranjado de sus vistosas flores los caminos rurales y ríos practicables que rodean la grata ciudad de San Juan de la Maguana.

   Santo Domingo es una urbe grande y extensa, con una población de más de dos millones y medio de habitantes, lo que significa que en ella vive casi un tercio de todos los del país. Muy volcada hacia el mar, gracias a su Malecón de más de siete kilómetros de longitud, también tiene sus zonas altas humildes y sus barrios residenciales, todos con la abundancia de parques que el clima húmedo y estacionalmente lluvioso favorece. Merece una visita la céntrica Plaza de la Cultura, un amplio espacio abierto y arbolado donde se hallan los edificios de la Biblioteca Nacional, el Teatro Nacional y una variedad de museos, siendo el de mayor interés la llamada Galería de Arte Moderno, interesante por su edificio y por su colección, en la que pueden verse buenos cuadros del pintor español Vela Zanetti, de quien volveremos a hablar.

      Lo más destacado de la capital es, por supuesto, su Zona Colonial, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1990. Bordeada al sur por el puerto y el fin del Malecón y al este por el río Ozama, que parte la ciudad en dos, la Zona Colonial tiene un airoso reducto militar del siglo XVI, la Fortaleza Ozama, aunque lo que da carácter y encanto a la zona es el trazado de sus calles nobles, y en especial la de Las Damas, con una serie casi ininterrumpida de palacetes y casones renacentistas a ambos lados de la calle. La calle de las Damas desemboca al norte en la monumental Plaza de España, donde conviven con las históricas Casa de Colón y Real Audiencia (sede del interesante museo de las Casas Reales) algunas moles trujillistas, nada feas, de inspiración tardo-fascista, así como los restaurantes más prototípicos de la ciudad. Del Santo Domingo colonial vale la pena su catedral, más hermosa por fuera que por dentro, aunque su interior ofrezca, al lado de algún bello sepulcro esculpido, una peculiaridad para mí enteramente nueva: está refrigerada, y a una temperatura que puede hacer, si uno no posee el calor interno de la fe, tiritar de frío. La catedral ostenta con orgullo el rango de Primada del Nuevo Mundo, y esa primacía se repite en otras instituciones del país, primero al que llegó en su viaje descubridor Cristóbal Colón, bautizando la isla (hoy repartida entre Haití y la República Dominicana) como La Hispaniola. Para honrar a Colón, la capital levantó un Faro gigantesco con dependencias diversas y una potente luz nocturna que no pocas veces, me cuentan, produce apagones en la ciudad. Carece de interés, salvo para colombinos acérrimos, y puestos a buscar un hito simbólico me quedo con la también grandiosa estatua a Fray Antón de Montesinos, un dominico español representado, de modo extraordinariamente elocuente (sobre todo si se ve a una cierta distancia desde el Malecón), en el momento de pronunciar el sermón del cuarto domingo de Adviento del año 1511, defendiendo a los nativos indios taínos frente al atropello de los conquistadores.

     Las mejores y menos desnaturalizadas playas para una excursión corta desde Santo Domingo están al oeste de la capital, en la provincia limítrofe de San Cristóbal, que fue el predio del general Rafael Leónidas Trujillo, nacido en la homónima capital. Trujillo, inmortalizado tenebrosamente en la magnífica novela de Vargas Llosa ‘La fiesta del chivo’, sigue aún latente en el país cincuenta años después de su asesinato, ejecutado, por cierto, en el Malecón de Santo Domingo, en un punto que está hoy señalado. Y en su ciudad natal de San Cristóbal, mimada durante los treinta años de su tiránico gobierno (1930-1961), erigió numerosos edificios civiles y religiosos, encomendando grandes conjuntos murales al citado Vela Zanetti, un republicano de tendencia anarquista que, entre otros españoles huidos de la España franquista, halló paradójico refugio en este país caribeño dominado por quien tan próximo estuvo a Franco. En Santo Domingo (llamada en la dictadura Ciudad Trujillo) sigue abierto y haciendo buen café, en la céntrica calle peatonal de El Conde, La Cafetera, local un tanto triste pero con atmósfera, que fue el refugio preferido de nuestros exiliados. Fuera de San Cristóbal, y entre las playas de Najayo y Palenque (mi preferida), quedan en estado semi-ruinoso la Casa de Caoba y algún otro de los ‘picaderos’ lujosos adonde Trujillo llevaba, seducidas o forzadas, a sus conquistas femeninas.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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