Vicente Molina Foix
La decadencia, el cuerpo, los fetichismos, las novedades tecnológicas, los fantasmas, la diferencia entre la novela y el cuento. Sobre estos asuntos y otros me preguntó Tomás Val en la revista Mercurio, con motivo de la salida en octubre de mi libro de relatos ‘El hombre que vendió su propia cama’, y aquí reproduzco algunas de las contestaciones.
1. La velocidad narrativa y los modos de composición son distintos en un cuento y una novela, como es bien sabido. Pero me gusta tejer historias, tramarlas, dejarlas suspendidas (preferiblemente al borde del abismo) o inconclusas, y tal vez por eso aun los relatos más breves de El hombre que vendió su propia cama puedan tener, una vez terminado su desarrollo en la página, una resonancia novelesca.
2. No trato de hacer meta-literatura, a la que soy poco dado, incluso como lector. Hay un primer cuento, El cuento de Gógol, que habla de un hombre maniáticamente libresco, lo que le sirve de gran acicate en su vida, y la segunda parte del libro, A partir de James, toma un pie literario, pero poco más que eso. Los otros labios, el único relato de esta parte ‘jamesiana’ en el que la literatura adquiere relevancia por la personalidad de sus protagonistas, es en realidad una historia de ‘amour fou’ llevada, a través de libros y reseñas críticas, hasta sus últimas consecuencias. Y no hay que buscarle significados ocultos al hecho de que la protagonista de El buda bajo el agua lea constantemente Episodios Nacionales de Galdós. Podría ser, en todo caso, un homenaje mío al autor de uno de esos Episodios, La estafeta romántica, el número 26 de la cuarta serie; lo leí fascinado un año después de la publicación de mi novela epistolar El abrecartas, tras ser advertido por un amigo, y encontré en esa obra extraordinaria del escritor canario un precedente ignorado.
3. Soy un fetichista, y mis fetichismos, de poca monta en el campo sexual o amoroso, son muy potentes, por el contrario, en lo que llamas (y me apropio la expresión, que me gusta mucho) "paisaje mobiliario". Álvaro Pombo me dijo una vez que en mis novelas veía mucho ‘cuerpo’, y lo tomé, naturalmente, como un piropo literario. De ser así, habría también un "paisaje carnal" cohabitando con el "paisaje mobiliario y hasta con el "inmobiliario", si tengo en cuenta uno de mis cuentos predilectos, La ventana ilegítima, perteneciente a mi anterior libro, Con tal de no morir.
4. Las aventuras más trascendentales suelen pasar o ser imaginadas en las habitaciones de la gente, pero debo decir que mi instinto aventurero, siendo yo -como alicantino- descendiente de fenicios, se manifiesta en este libro a través de los viajes, reales (los de ‘La segunda boda’ y ‘El cuadro familiar’), imaginarios (‘Un sueño de la diosa’, ‘La ciudad dormitorio’) o realizados en paralelo a la historia o con recelo respecto al porvenir (‘El hombre que vendió su propia cama’, ‘A su edad’). Después de escritor me considero viajero, y hay etapas en que soy más lo segundo que lo primero. ‘Escritor y viajero profesional’ sería una buena manera de definirse, ya que ‘vocacional’ es un término que tendríamos que dar por hecho. Ahora bien, en los viajes se me ocurren ideas de escritura y hasta párrafos, sobre todo en los que realizo, en cualquier continente, al hemisferio sur, mi verdadera tierra de promisión.
5. Lo nuevo, que nos trae un progreso no siempre progresista, nunca acabará con esa esencia de lo moderno que es lo clásico, tal como lo veía Baudelaire. Shakespeare, Montaigne, Cervantes, Henry James: literaturas que nos siguen hablando con tanta o más elocuencia que las contemporáneas. Yo, al contrario que algunos escritores españoles de hoy, que dicen no leer a sus contemporáneos, como si alardearan de ello, leo lo nuevo, pero poniéndome a mí mismo una condición: cada dos meses dedico quince días seguidos a la lectura de los ‘antiguos’, en ciertas ocasiones releyéndolos, si puedo hacerlo así, en su lengua original y en ediciones más solventes que las que me los descubrieron de joven.
6. Me han gustado mucho siempre las refinadas filigranas de los escritores y artistas decadentes, sobre todo los del ‘fin de siècle’ XIX; ahora, por desgracia, una decadencia de otro tipo -inmoralmente grosera y descaradamente corrupta- nos engloba a todos a la fuerza en estos inicios del XXI. Respecto al fantasma, se ha convertido en uno de mis personajes preferidos, y tengo la sensación de llevar al menos diez años (desde ‘El vampiro de la calle Méjico’ a ‘El hombre que vendió su propia cama’) escribiendo historias fantasmales, como las que se cruzaban formando el núcleo y la trama de ‘El abrecartas’.