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Musical sin baile

Por 29 de octubre de 2012 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

‘The Deep Blue Sea’ se estrenó en el West End londinense en marzo de 1952, y como la mayor parte de la producción escénica de Terence Rattigan tuvo un gran éxito y fue llevada al cine tres años después por un director rutinario, Anatole Litvak, que siguió al pie de la letra el guión escrito por el propio dramaturgo, contando con un magnífico reparto encabezado por Vivien Leigh en el papel de Hester Collyer, la protagonista femenina encarnada en el Duchess Theatre por Peggy Ashcroft. Según sus biógrafos Michel Darlow y Gillian Hodson, Rattigan escribió una primera versión teatral centrando el drama de la separación y el intento de suicidio en una pareja de hombres, influido por la conmoción que le produjo la muerte de su primer amante el actor Kenneth Morgan, quien en 1949, poco tiempo después de haber abandonado al escritor, se suicidó de la misma manera en que lo intenta Hester Collyer en la pieza: ingiriendo somníferos y abriendo la llave del gas. De esa original ‘The Deep Blue Sea’ homoerótica no ha quedado rastro, si bien algunos amigos de Rattigan afirmaron haberla leído todavía en manuscrito en la década siguiente a su estreno. Conviene recordar que la homosexualidad fue un grave delito en Gran Bretaña hasta 1967.
La película de Terence Davies, escrita por el propio director, arranca con la escena suicida pero se toma una libertad que ya marca el sesgo de su adaptación: mientras espera la muerte, que nunca llega, Hester (Rachel Weisz), acompañada por un largo pasaje del Concierto para violín y orquesta Op.14 de Samuel Barber, rememora su vida sentimental triangular, presentando de paso al espectador, de un modo algo sumario, al marido convencional y fondón, el juez Sir William Collyer (Simon Russell Beale), y al atractivo amante conocido en un campo de golf, el expiloto de la RAF Freddie Page (Tom Hiddleston). La música de Barber se repite en los momentos más sentimentales, pero no es la única en la banda sonora del film.
De niño, Terence Davies veía melodramas y musicales en los cines de Liverpool, y lo más probable es que tarareara los grandes ‘crescendos’ orquestales y las canciones ligeras en el regreso a su casa de familia obrera. A los siete años, como él mismo ha contado, vio ‘Cantando bajo la lluvia’, un ejemplo de cómo "si la música está bien empleada, puede realzar las emociones y las tensiones de una película" (declaraciones a ‘Caimán, cuadernos de cine’, julio-agosto 2012). Sin embargo, la naturaleza melódica de la obra fílmica de Davies nada tiene que ver, a mi juicio, con el fundamento y los mecanismos del cine musical de Hollywood. En sus dos mejores títulos, ‘Voces distantes’ (‘Distant Voices, Still Lives’, 1988) y ‘El largo día acaba’ (‘The Long Day Closes’, 1992), el director inglés hace cantar a sus personajes de un modo dispar al de los alados héroes de Donen, Minnelli o George Sydney; los hombres y mujeres de mediocre vida ‘lower middle class’ que entonan sin cesar éxitos populares del tiempo en que suceden esas dos originales películas no cuentan una historia propia, ni se declaran amor o desdén. Tampoco danzan ni hacen cabriolas, fuera de los ‘halls’ de baile o las fiestas caseras. Ellos repiten canciones que han oído en la radio o los tocadiscos, y cantan para salir del tedio, para acompañar su soledad y prolongar sus sueños. Para salvarse.
En los años 90, Davies, que siempre ha conservado una atractiva personalidad de ‘outsider’ dentro del cine en lengua inglesa, filmó, con más medios de los habituales en él dos conocidas novelas norteamericanas, ‘La biblia de neón’ de John Kennedy Toole (‘The Neon Bible’, 1995), y ‘La casa de la alegría’ de Edith Warthon (‘The House of Mirth’, 2000). Se trata de películas superficiales y yertas, por momentos ridículas, en las que Davies muestra su buen gusto compositivo y su más terrible carencia: la dirección de actores, muy notable por el hecho de que en esas dos fracasadas adaptaciones tenía ante el objetivo verdaderos personajes de ficción y no figuras de su entorno familiar. En ‘The Deep Blue Sea’, el material literario de base, fielmente tratado, le resulta evidentemente más próximo que los de Toole y Warthon, y por lo general acierta en la transposición, aunque sigue sin saber sacar provecho de su excelente ‘cast’. El ambiente de la mansión victoriana desmembrada en sórdidos ‘flats’ de alquiler está bien reflejado (es el ‘territorio Davies’ por antonomasia), y el enigmático plano final en el que la cámara se aleja de la ventana del cuarto de la mujer hasta llegar a una especie de terreno baldío con desechos es un secreto guiño a Rattigan, quien describe en la primera acotación de su drama la mansión, venida a menos "como sus alrededores muy dañados por las bombas" ("its badly-blitzed neighbourhood"). La guerra mundial palpita aún en los contornos de la historia contada, como se pone siempre de manifiesto en las alocuciones del personaje de Freddie, el joven cuya vida quedó detenida cuando sus vuelos militares acabaron.
Es por el contrario una pérdida que Davies elimine del personaje de Hester su formación de pintora, sólo insinuada de un modo confuso en la graciosa escena de la visita al museo, cuando Freddie, aburrido de la pintura cubista, sale corriendo a ver a los Impresionistas. Pero la Hester de Rattigan pinta, y sus cuadros la acompañan en la modesta casa donde vive su adulterio, hablándose más de una vez en la pieza teatral de que quizá esa vocación podría redimirla. Davies, subrayando el perfil ‘bovary’, prefiere reducirla a la mujer pasional a quien ninguno de sus dos enamorados, el marido consuetudinario y el amante alborotado, satisfacen. Y para aliviar o animar el reducido esquema dramático (que acaba por pesar), recurre al repertorio tradicional de las canciones que tanto le gustan: la de los parroquianos en el pub y la balada popular irlandesa entonada a capella por los londinenses refugiados durante un bombardeo en la estación de metro de Aldwych. Son las dos escenas mejores de su film, perteneciendo a una película que no es la que estamos viendo.
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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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