Vicente Molina Foix
En el otoño de 1982, cuando hacía poco tiempo que había vuelto a España después de casi diez años en Inglaterra, pasé ante la preciosa portada barroca del Museo Municipal de Madrid y entré, curioso por el título, a ver la exposición ‘Artistas vascos entre el realismo y la figuración’. Dentro descubrí, entre otros nombres desconocidos para mí, el de Marta Cárdenas, cuya figuración, siendo realista, me pareció a mí aquella tarde ser de otro mundo. Desde entonces no he dejado de ir sabiendo más de esta artista, una de mis preferidas entre quienes pintan lo que les da la gana, sin atender a la legislatura de la moda. Supe por ejemplo que era amiga y cómplice de los otros artistas vascos que en el Museo Municipal me fascinaron, Carlos Sanz y Vicente Ameztoy, donostiarras como ella y ambos ya desaparecidos. También que estaba casada con nuestro mayor compositor de música clásico contemporánea, Luis de Pablo, y que era, además de todo eso, una artista que salía con asidua naturalidad, en una furgoneta llena de lienzos, pinceles y demás parafernalia, a pintar la naturaleza. Su naturaleza. Creadora incansable y prolífica, ahora se puede ver (hasta el 3 de abril) en las salas de la Fundación Kutxa, y encuadrada dentro del programa de la capitalidad cultural que San Sebastián celebra este año, una amplia y hermosa retrospectiva que alcanza hasta su más reciente producción.
El muy bien editado catálogo, que lleva el título de ‘Abre los ojos’, está precedido de un poema que José-Miguel Ullán le dedicó expresamente, ‘Paisaje con Marta Cárdenas’, y en el que leemos un bello resumen en verso de la potencia visual de esta artista que no se parece a nadie, una artista que "Ve los dientes frutales del espejo / Ve el asombro morado de la escarcha / Ve el celeste gusano del helecho / Ve el castigo más blanco de la espina / Ve la piel de la lluvia". Y no sólo eso. La mirada de Cárdenas, que ha hecho retrato y paisaje y filigranas y manchas al modo oriental, sin olvidarse nunca de los Impresionistas, nos sorprende de un cuadro a otro. Es una artista cuya amplitud recompensa, como si en la variedad de sus distintas fases escondiera el secreto de un arte que escapa al orden de los tiempos y está en el tiempo.
Entre lo que se expone en San Sebastián y lo que recoge el catálogo es posible reconstruir una trayectoria que empieza a finales de los años 1960 y sigue en los 70, cuando pintaba lo que yo descubrí aquella tarde otoñal de Madrid, una realidad nítida de interiores y figuras partidas entreverada de iluminaciones visionarias. Y el gozo de ver en todas las obras la mano de quien "amansa el musgo y está en la niebla", "entra en el cielo y está en la orilla".