Vicente Molina Foix
Desde hace dos semanas, una señora duerme en mi portal sobre un lecho de cartones, rodeada de bolsas de plástico y amparada del tráfico de la calle por un paraguas. No pretendo establecer con ella los vínculos de solidaridad y culpa que el escritor Alan Bennett formó con la excéntrica anciana que acabó instalada en su jardín, tal y como nos cuenta en el delicioso libro ‘La dama de la furgoneta’, recién publicado en Anagrama. Pero tampoco, sin pecar de auto-compasivo, puedo evitar una cierta preocupación: he soñado más de una vez, desde hace años, con la imagen de un hombre descalzo, desaliñado, hablador a solas, que arrastra por la ciudad sus bolsas. No estoy (por el momento) en la pobreza, pero ese hombre era yo. Aunque soy aseado, rara vez consigo salir de casa, y menos aún regresar a ella, sin llevar bolsas, a veces poco llenas: libros, revistas, fruta, botellas. Yo me hago a mí mismo la compra, y ese sueño es la pesadilla de un sin-techo: la acumulación y acarreo constante de todas tus posesiones.
A la señora que duerme en mi portal la veo de refilón. Se instala, según me ha dicho el portero, pasadas las 12 de la noche, sin duda para no molestar más que a los trasnochadores como yo. Por esa misma condición, cuando por la mañana, nada temprano, bajo a comprar los periódicos, ya no está. Me pregunto dónde pasa el resto del día, consciente de que así empezó a involucrarse Bennett con la Miss Shepherd de la furgoneta. ¿Será mi señora una de las personas que ahora, según dicen las crónicas, acuden en gran número a los comedores sociales gratuitos? ¿Rebuscará en las basuras, como se hace, sistemáticamente, a las puertas de los supermercados y los restaurantes? No sé la calidad ni el volumen preciso de los desechos que mis vecinos y yo dejamos cada día en los contenedores de la acera, a pocos metros del lecho de cartón de esta ‘homeless’, pero ya todos, ella y nosotros, somos posibles reos de delito. En su celo arbitrista y veleidoso, que adopta una iniciativa supuestamente ecológica y viola casi todas las demás, el ayuntamiento de la ciudad donde vivo, Madrid, prohíbe hurgar en la basura, y ha dictado al respecto unas durísimas ordenanzas de limpieza con multas muy elevadas.
Pasaríamos así a ser culpables los vagabundos y los acomodados, ya que la ley municipal quiere hacer a todos los ciudadanos con casa responsables de lo que dejan en la calle. Y eso en ciudades donde no los mendigos, sino los niñatos, se dedican los fines de semana a volcar los ‘containers’, a vaciar papeleras y destripar las bolsas de distintos colores que tú has depositado cuidadosamente, quizá pensando, como en mi sueño recurrente, que un hombre desaliñado y hambriento que arrastra un carrito cargado de humildes pertenencias se acercaba a reciclar tus sobras y comer tu yogurt caducado.