Vicente Molina Foix
Siempre he pensado que Erich von Stroheim fue el Stanley Kubrick del cine mudo. Mucho es lo que les separa, aparte del tiempo y las condiciones en que ambos trabajaron; les une sin embargo la ambición, la meticulosidad casi maniática en los procesos de realización de sus películas, el afán de independencia frente a la maquinaria industrial, además de un gusto por el exceso formal y una refinada sabiduría técnica. Respecto a su antecesor, Kubrick tuvo la inmensa suerte del éxito, lo que le permitió exigir y mandar casi sin límite, llevando así una trayectoria más continua y popular que la de Stroheim. Los dos ocupan por méritos propios sitios destacadísimos en la historia del cine.
‘Queen Kelly’ (1928), aun en su estado incompleto y -según las intenciones de su autor- frustrado, es una obra fascinante; para mí el punto cenital de la carrera de este indiscutible maestro. Situada en gran parte en una de esas cortes centroeuropeas de opereta malsana que le gustaba evocar, la historia del príncipe enamorado de la huérfana que acabará como ‘madame’ de un burdel en África no elude ninguno de los mecanismos del melodrama, pero los trasciende todos gracias a la riqueza sutil del relato, la suntuosidad, nada gratuita, de los decorados, y el dibujo de unos personajes -inocentes o retorcidos- que se quedan grabados en la memoria del espectador. Contiene varias de las secuencias capitales de la filmografía del cineasta de origen vienés, entre las que destacan el atrevido galanteo de la pareja protagonista en torno a las bragas de la muchacha, el rapto en el convento y la expulsión de Kelly del palacio real.
Coincidiendo con una presentación en Madrid, repleta de un público que llenó las dos salas de la Fundación Juan March, sale ahora a la venta en DVD ‘La Reina Kelly’, comercializada por la firma Versus en una edición en dos discos que contiene, en el de los extras, el interesantísimo episodio de la serie francesa ‘Cineastas de nuestro tiempo’, donde se explican los pormenores del accidentado rodaje y los conflictos entre el director y los productores, encabezados por Joseph Kennedy, a la sazón amante de la protagonista, Gloria Swanson, y padre del futuro presidente de los Estados Unidos asesinado en Dallas.
La película se ofrece sin los postizos de la versión sonorizada que quiso y no pudo estrenar la propia Swanson en 1931, pero con la música original escrita por Adolf Tandler, montando de la mejor manera posible la totalidad del material ‘auténtico’ (casi 100 minutos) del film que acabaría con la carrera de director de Erich von Stroheim, a la vez que le consagraba como leyenda maldita e imperecedera de Hollywood.