Vicente Molina Foix
Estábamos filmando una huída campo a través del personaje central de Yao (que interpreta el senegalés Madi Diocou) y el director tuvo un resbalón, afortunadamente no-metafórico y afortunadamente sin consecuencias físicas serias. Al resbalar fue a caer en las aguas de un canalillo que bordeaba un arrozal, y aunque los del equipo pensaron, por lo aparatoso de la caída y lo inmóvil de su figura, que algo grave le había sucedido, las hierbas de la pendiente de tierra (amortiguadoras) y la poca agua (refrescante en el día de gran calor que hacía) no le ocasionaron más que un moratón en el culo al día siguiente y un nada desagradable baño de pies ‘in situ’.
Los accidentes son la materia oscura del cine, y no me refiero aquí a esas terribles ocasiones en que el aspa de un helicóptero le corta la cabeza a un especialista o una actriz se rompe el tobillo el día antes de empezar el rodaje. Una lluvia en el día fijado para una escena soleada, un vendaval, como el que se llevó por delante los decorados del malhadado ‘Don Quijote’ de Terry Gilliam, o ese error que nos contó Paul Auster a Jorge Herralde y a mí, la noche de la presentación en Madrid de ‘Lulu on the bridge’, el guión publicado de su primera película como director absoluto: la puerta de un automóvil que debía abrirse al revés de lo habitual y que, llegado el momento de utilizar el coche trucado, no tenía el truco que Auster llevaba semanas recordando a sus atrezzistas. A esos imprevistos y azares me refiero, y no todos, por cierto, son malignos. La necesidad de improvisar una alteración puede ser estimulante, o incluso mejorar lo escrito en el guión. Pero les pido al dios de madera que nos protege y al cielo de Valencia, de momento irreprochable en su mansedumbre, que sigan evitando las ‘caídas’.