Vicente Molina Foix
Hace nueve años, un periodista que escribía unos comentarios bajo seudónimo en la revista Cinemanía dijo cosas probadamente falsas (además de despectivas) sobre una película llamada ‘Sagitario’. Al director de la película, que había sido hasta hacía poco colaborador regular de la revista, le pareció oportuno escribirle al director de la publicación protestando en términos vehementes por el tono infamante de esas palabras y por las falsedades insidiosas que envolvían un juicio disfrazado de gacetilla jocosa. El director de la revista, después de hablar con el firmante del suelto, le contestó al director de la película (quien conserva toda la documentación pertinente) con unas explicaciones de disculpa, que, aun siendo agradecidas por el vilipendiado, no podían paliar la naturaleza de aquel texto grosero y mendaz.
Pasados los años, el periodista entonces bajo seudónimo escribe críticas de cine en el diario en el que, en su capacidad de escritor, colabora regularmente el director de ‘Sagitario’ desde hace muchos años. Y lo que son las cosas, al citado crítico le tocó en suerte -o tal vez se ocupó él de que le tocara- reseñar ‘El dios de madera’, la segunda película de aquel debutante cineasta del año 2001. La reseña fue, el director no esperaba otra cosa, descalificadora y ‘perdonavidas’, y tenía el involuntario chiste de tomarse en serio (y sonrojarse por ella, decía el crítico) una de las frases irónicas más evidentes y celebradas de la película.
Para rizar el rizo de este apólogo, el director respondón del 2001 y del 2010 ha sido más de cuarenta años crítico de cine, y ha tenido y mantiene el máximo respeto y consideración hacia el ejercicio de criticar. Ahora bien, por ese mismo respeto y conocimiento interno de la crítica no olvida tres principios.
El primero es el más obvio: las películas, como cualquier otro producto artístico, pueden salir bien o salir mal, y, por tanto gustar o no, rechazarse o defenderse; es sano que sobre ellas se diga lo que se opina en cualquier medio, incluyendo aquellos a los que el criticado se siente más ligado. ¿Pero es mucho pedir en estos tiempos apresurados y partisanos (por no decir sectarios) que la crítica, sobre todo la destructiva, se argumente y se substancie, y el crítico extreme la imparcialidad que está en la base de su noble oficio?
El segundo principio recordado es que no existiendo aún -y cuánta falta nos hace- la figura del Defensor del Autor o Ombudsman de la Crítica que ponga un poco de orden y justicia en ese cometido, es insano que el crítico diga siempre la última palabra en un veredicto que muchas veces traiciona palmariamente el sumario de la obra juzgada. Como autor y como crítico en cantidades equiparables defiendo, y no soy el único, la legitimidad de aquella vía abierta por Eliot, la de criticar al crítico.
El tercero más que un principio es una moraleja paradójica inspirada por una frase de Shakespeare en su famoso monólogo de Shylock en el acto III de ‘El mercader de Venecia’: "Y si nos ofendéis, ¿no habremos de vengarnos?". Lo interesante de esta paradoja es que podría aplicarse a los dos sujetos de mi apólogo, el dos veces ofensor y el dos veces ofendido.