Vicente Molina Foix
Conocí a Theo Angelopoulos en Montreal a fines del verano de 2005, formando parte del jurado internacional del Festival de Cine que él presidía y entre cuyos miembros estaban Anna Karina, la joven actriz francesa Amira Casar y el cineasta chileno Silvio Caiozzi. Fueron casi dos semanas de relativo sopor (la selección a concurso no fue muy afortunada) e intensa concentración, ya que la dirección del festival nos sacaba y entraba como a un equipo de fútbol, en un pequeño autobús destinado casi siempre a la salas oscuras pero también a alguna excursión campestre, en la que seguíamos discutiendo acerca de las películas vistas y disfrutando todos del delicioso humor excéntrico de quien fue esposa y musa inolvidable de Godard, un nombre que a la Karina no le gustaba mencionar. Mis mejores recuerdos de aquellos días son las conversaciones sobre cine y literatura con el director griego, que era un devoto admirador de Borges, al que él llamaba (hablábamos en francés) ‘Borgès’. Su terrible accidente hace un par de semanas le iguala a otros grandes artistas que murieron atropellados (pienso en Gaudí, por un tranvía barcelonés que circulaba a diez por hora, o en Barthes, a quien mató el golpe de una furgoneta de reparto), y significa que su última trilogía quedará inconclusa. Yo había visto precisamente en abril de aquel mismo año, en los Renoir de Madrid, la primera parte, aquí llamada ‘Eleni’, y a Angelopoulos le gustó oír lo mucho que me había gustado; andaba entonces metido de lleno en el guión de la siguiente parte, ‘El polvo del tiempo’, que me envió por correo electrónico meses después y le comenté por escrito, aunque esa segunda película (dada a conocer en 2009) me ha resultado imposible de ver.
No parece que Theo Angelopoulos vaya a ser llorado por las multitudes en España, donde una buena parte de su filmografía nunca fue estrenada y él arrastró la fama de ser plúmbeo y lento, dos adjetivos que, hablando de cine, suelen acompañar a algunos de los mejores (Bresson, Pasolini, Oliveira). Con la excepción antes citada, me jacto de haber visto toda su amplia filmografía, en cines cuando pude, en festivales y filmotecas si no, y el resto en los tres excelentes ‘packs’ de dvd que aquí publicó Intermedio y tal vez se sigan encontrando en el mercado. ‘Paisaje en la niebla’ está reconocida como obra maestra absoluta, y sin duda lo es, pero ni esa película ni ninguna otra de las suyas se explica sin el peculiar ‘continuo’ narrativo, lleno de saltos en el tiempo y elipsis, que se inició en 1970 con su primer y ya deslumbrante largometraje ‘La reconstrucción’.
Angelopoulos ha sido, a la altura de Eisenstein o Rossellini, uno de los cineastas políticos fundamentales, pero en su caso la hondura de la reflexión histórica llega a la pantalla con la musicalidad ceremoniosa de sus relatos, que parten siempre del substrato helénico y alcanzan resonancias universales. Los larguísimos planos-secuencia coreográficos que marcan su forma de hacer revelan una gran maestría en el arte de mover dentro del campo fílmico a los personajes, a menudo contrastados por la presencia totémica de estatuas del pasado rotas o desmembradas. Siendo alguien nacido en un archipiélago no es extraño además que las aguas desempeñen tan alto valor poético en su imaginería; nunca se me ha borrado de la memoria la escena de los comediantes junto a la orilla del mar en ‘Paisaje en la niebla’ o, hablando de nuevo de ‘Eleni’, la figura del maestro de escuela leyendo un libro en un aula de bancos que flotan en un pueblo inundado, con dos únicos niños como alumnos que escuchan una lección inútil.