Sònia Hernández
Varias de las fotografías incluidas en la edición de autora Sota la llum del mar, de Espe Pons, reproducen los rincones de una celda de la Modelo de Barcelona. Las huellas de la presencia humana que albergó, el tiempo, la dejadez, proporcionan una apariencia de desolación a los muros. Una decrepitud que ya está incorporada a nuestra mirada porque recomponemos la imagen con lo que sabemos e imaginamos que ha sucedido en esa pared de cárcel. Pero todavía no me quiero referir a eso.
La pared desconchada, la cal arañada, el rincón oscurecido por sustancias orgánicas pasadas… El conjunto me hace pensar en los reveladores escritos de Juan Eduardo Cirlot sobre el informalismo que ha reunido la editorial Siruela. Cirlot describe deslumbrantemente cómo el informalismo se basa en los esfuerzos de unos artistas para que la materia dé forma a su trauma, a ese dolor informe que es a veces la existencia. Estas representaciones casi siempre se concretan en fondos que reproducen muros desgastados y castigados, pintura acumulada que recuerda a la tierra, lienzos con frecuencia desgarrados, agujereados y quemados. Es decir, que muchos informalistas buscaban la imagen de ese rincón de una celda o de otro rincón, el de un ángulo de la plaza barcelonesa de Sant Felip Neri, todavía testimonio de los bombardeos de la Guerra Civil, que también reproduce Espe Pons en su reciente y exquisito fotolibro.
Las fotografías forman la exposición homónima al libro que pudo verse en el Museu Palau Solterra de la Fundació Vila Casas entre los meses de julio y noviembre de 2020 y que ahora se encuentra en el Castillo de Montjuïc, hasta el 12 de septiembre. Espe Pons recupera la historia del hermano menor de su abuelo, Tomàs Pons Albesa. Existe el catálogo de la exposición, así como los textos de Vicenç Altaió y Cynthia Young que acompañan las fotografías. Pero, ahora, la fotógrafa da un paso más con esta nueva y personal edición, minuciosamente pensada y que consigue situar al lector-observador y traer al presente los diferentes espacios y paisajes en los que transcurrió la historia del hermano menor de su abuelo. Reivindicación del libro como objeto capaz de concitar la memoria de quienes se le acercan en un ejercicio casi espiritista no exento de riesgo.
Tomàs Pons Albesa tenía ideas republicanas y socialistas, con cargos de organización y propaganda en el PSUC. Fue fusilado en 1941 en el Campo de la Bota. El director teatral, escenógrafo y artista Iago Pericot solía hablar de cómo de joven veía desde el tren que lo llevaba a Barcelona los fusilamientos del Camp de la Bota. Todavía tengo sobre mi escritorio el programa de mano del homenaje que se rindió a Pericot hace unas semanas en la Vinya dels Artistes. Un conmovedor e irreverente via crucis excelentemente dirigido por Climent Sensada.
Además del libro de Espe Pons, el de Cirlot y el programa de mano del via crucis de Iago Pericot, en mi escritorio también espera el diario de a bordo que escribió Josep Espinasa Massagué, el alcalde que había proclamado la República en el municipio de Montcada i Reixac a bordo del Mexique, mientras se exiliaba a México. Pienso en esta presencia de ausentes, unidos por un invisible pero evidente hilo, al leer el texto de Vicenç Altaió en el libro de Espe Pons. El siempre lúcido e iluminador crítico escribe que, con su trabajo, la fotógrafa repara el dolor y la memoria de la víctima en tiempos de silencio. Me pregunto si de verdad nuestro presente ha silenciado los testimonios y el sufrimiento de personas como Tomàs Pons Albesa. Levanto la mirada un poco más allá de mi escritorio y no puedo más que darle la razón a Altaió.
Los que seguimos viendo salir el sol cada mañana estamos obligados a aceptar la función de relevo. No somos más que unos simples transportadores de la memoria –aunque a veces ésta nos haya llegado sólo a través de silencios–, que es tanto como decir de las heridas. Hay niveles diferentes de sufrimiento y cada uno llevamos nuestra propia carga de dolor. La empatía nos lleva a imaginar, desde el nuestro, cómo las otras personas asumen el horror, el de Tomàs Pons Albesa, por ejemplo. Hacemos el ejercicio de imaginar y sentimos el asombrado espanto, el abismo por el que nos despeñaríamos en una situación como las que Espe Pons sitúa ante nosotros en forma de fotografía y metáforas. Asombro por la facilidad con la que el mundo que conocemos se desvanece y se revela el absurdo sin límites: el vacío. Algunos sobreviven, otros no. De alguna manera, ese horror ante la certeza del vacío, “la nada que se hace elocuente” en palabras de Albert Camus, es también la fuerza que mueve a los artistas informalistas a manifestarse. Escribe Cirlot que la pintura es llanto sobre llanto. Así pues, esa sensación que producen las fotografías de Espe Pons puede definirse claramente: es el llanto sobre el llanto que aparece sobre el llanto.
Se trata de vencer la nada que absorbió a los ausentes para afirmar, en una pírrica victoria, que el mundo sigue existiendo, que la vida se sigue reproduciendo, sea ésta lo que sea. Que, en palabras de Altaió, seguimos siendo luz. Esa luz que los científicos se afanan por saber qué es, mientras que los más metafísicos la aceptan como una verdad recibida, evidente e indiscutible.
Altaió se refiere también a la dicotomía de si la fotografía debe documentar o evocar. Fotos de prisiones y fotos de pájaros en pleno vuelo que, aunque se alejan de una tierra desertizada o reducida a materia desatendida, la necesitan para completar su significado; aunque sólo sea para recordarnos que la misma fuerza de la gravedad que nos mantiene a nosotros unidos al suelo es la que moldea la silueta de su vuelo.