Ficha técnica
Título: La rubia de ojos negros | Autor: Benjamin Black (John Banville) | Traducción: Nuria Barrios| Editorial: Alfaguara | Colección:Literaturas |Páginas: 336 | Género: Novela | Formato: 15×24 | Encuadernación: Rústica | ISBN: 9788420416922 | Precio: 19,50 euros | Ebook: 9,99 euros
La rubia de los ojos negros
Benjamin Black
Arranca la década de los cincuenta. Philip Marlowe se siente tan inquieto y solo como siempre y el negocio vive sus horas bajas cuando irrumpe en su despacho una nueva clienta: joven, rubia, hermosa y elegante, Clare Cavendish, la rica heredera de un emporio de perfumes, pretende que Marlowe encuentre a un antiguo amante, un hombre llamado Nico Peterson.
Banville/Black pone su pluma al servicio del espíritu de Raymond Chandler por encargo de sus herederos y resucita al legendario detective privado (ese hombre que no conoce a las mujeres, pero tampoco se conoce a sí mismo) para embarcarlo en una nueva y peligrosa aventura en las calles de Bay City.
La crítica ha dicho…
«Banville es muy bueno siempre, con nombre propio o adoptado… No percibes la impostura en La rubia de ojos negros y la devoras de un tirón… Todo el rato tienes sensación de déjà vu, pero es algo grato, la antigua fascinación se renueva.»
Carlos Boyero, Babelia
«Marlowe regresa como el viejo héroe que forjó, en los más lejanos y recónditos parajes, un catálogo formidable de colegas, una estirpe ya sea de detectives, ya de policías… Todos forman parte de la estela de esta formidable resurrección literaria. La resurrección de Philip Marlowe, esa estrella errante en el damero maldito de una sociedad en descomposición. Nada menos. Bendito regreso.»
Fernando Rodríguez Lafuente, ABC Cultural
«Banville no sólo es mejor escritor de lo que jamás lo fue Chandler, sino que, además, probablemente sea el más exquisito estilista del idioma inglés en actividad… Nada del heroico brillo de Marlowe se ha perdido aquí. Por el contrario: en La rubia de ojos negros se recupera todo aquello que jamás olvidamos.»
Rodrigo Fresán, ABC Cultural
«Y en este salto mortal el hombre que fue Banville antes que Black cae de pie para demostrar que también ha podido ser Chandler después de Black, tan sobrado además de talento que pronto descubrimos que se ha marcado, nada menos, que una suerte de secuela de El largo adiós, la obra maestra de la cepa original en este armónico baile de máscaras negras.»
Antonio Lozano, Qué Leer
«Allá donde se encuentre, Raymond Chandler sonríe ante la impecable factura de esta novela negra en la que resuenan perfectamente afinados los ecos de la melancolía del propio Chandler. La historia es fantástica, pero lo que me ha dejado boquiabierto es cómo John Banville ha captado el efecto acumulativo que la prosa de Chandler tenía sobre el lector… Me ha encantado esta obra. Ha sido como si entrase en la habitación un viejo amigo, uno que ya tenías asumido que había muerto.»
Stephen King
1.
Era martes, una de esas tardes de verano en que la Tierra parece haberse detenido. El teléfono, sobre la mesa de mi despacho, tenía aspecto de sentirse observado. Por la ventana polvorienta de la oficina se veía un lento reguero de coches y a un puñado de buenos ciudadanos de nuestra encantadora ciudad, la mayoría hombres con sombrero, que deambulaban sin rumbo por la acera. Me fijé en una mujer que, en la esquina de Cahuenga y Hollywood, aguardaba a que cambiara la luz del semáforo. Piernas largas, una ajustada chaqueta color crema con hombreras, una falda azul marino. También lucía un sombrero, un accesorio tan diminuto como un pajarito que se hubiera posado en un lateral de su cabello y se hubiera quedado allí alegremente. Miró hacia la izquierda, luego hacia la derecha y de nuevo hacia la izquierda -debía de haber sido una niña muy buena- y entonces cruzó la calle soleada, avanzando con elegancia sobre su propia sombra.
La temporada estaba siendo muy floja. Había trabajado una semana como guardaespaldas de un tipo que acudió desde Nueva York volando en un clipper. Tenía la mandíbula azulada, un reloj de oro en la muñeca y un anillo en el dedo meñique con un rubí tan grande como un garbanzo. Se presentó como un hombre de negocios y yo decidí creerle. Él estaba preocupado y sudaba muchísimo, pero nada sucedió y me pagó lo estipulado. Poco después, Bernie Ohls, de la Oficina del Sheriff, me puso en contacto con una encantadora ancianita cuyo hijo drogadicto le había birlado la valiosa colección de monedas de su difunto marido. Tuve que ponerme algo violento para recuperar lo robado, pero la sangre no llegó al río. Había una moneda con la cabeza de Alejandro Magno y otra donde se veía el perfil de Cleopatra con aquella enorme nariz. ¿Qué verían los hombres en ella?
Sonó el timbre que anunciaba la apertura de la puerta principal y oí los pasos de una mujer, que atravesó la sala de espera y se detuvo un instante ante la puerta de mi oficina. El sonido de unos tacones altos en el suelo de madera siempre me produce un ligero cosquilleo. Iba a decirle que pasara con ese impostado tono grave de puedes-confiar-enmí- soy-un-detective, cuando ella entró sin llamar.
Era más alta de lo que me había parecido desde la ventana, alta y delgada, con hombros anchos y elegantes caderas. Mi tipo, en otras palabras. Su sombrero tenía un velo, una exquisita transparencia negra de seda moteada que descendía hasta la punta de su nariz. Una punta preciosa para una nariz preciosa, aristocrática, pero no demasiado estrecha ni demasiado larga y, por supuesto, nada parecida a la trompa de Cleopatra. Lucía unos guantes largos de un pálido crema a juego con la chaqueta y hechos con la piel de alguna singular criatura que habría pasado su breve vida brincando con delicadeza sobre riscos alpinos. Tenía una bonita sonrisa, cordial de momento y ligeramente ladeada, que le daba un atractivo aire burlón. Era rubia, con unos ojos negros, negros y profundos como un lago de montaña, cuyos párpados se afilaban de manera exquisita en las esquinas. Una rubia de ojos negros no es muy frecuente. Intenté no mirarle las piernas. Evidentemente, el dios de la tarde de los martes había decidido que me merecía un pequeño aliciente.
-Me llamo Cavendish -dijo.