
Ficha técnica
Título: Génesis | Autor: Félix de Azúa | Editorial: LITERATURA RANDOM HOUSE | Formato: tapa blanda con solapa | Páginas: 192 | Medidas: 137 X 230 mm | ISBN: 9788439729693 | Precio: 16,90 euros | Ebook: 10,99 euros
Génesis
Félix de Azúa
Que nuestras vidas son libres y que nuestras acciones son el resultado de nuestra santa voluntad es una creencia que apenas tiene dos siglos. Durante miles de años, a nadie se le ocurrió que nosotros decidiéramos libremente sobre nuestros actos: lo que nos sucedía, bueno o malo, era fruto del capricho de los dioses y de la despiadada naturaleza. En esta novela se cuentan dos historias con un secreto corazón compartido. En sus páginas se relata una historia perfectamente convencional, la de las tribulaciones de la viuda Mariló en la Venezuela de los cincuenta, y al mismo tiempo se narra la historia mítica de nuestros orígenes y nuestro destino, del destino de los humanos, de los mortales.
Después de Autobiografía sin vida y Autobiografía de papel, Félix de Azúa anunciaba una tercera entrega dedicada no tanto a reflejar el yo del autor desde sus relaciones con el Arte y con la Literatura sino a «explicarme a mí mismo cuál fue mi principio. Mi Génesis.»
Y aquí nos llega la tercera entrega prometida, pero esta vez en forma de novela: «Después de mucho luchar, finalmente los dioses fueron dándose muerte unos a otros hasta que (y ése fue el final del final) sólo quedó uno en el inconmensurable vacío.» Con estas palabras Félix de Azúa nos propone viajar al origen del principio, cuando ese dios solitario que aún ansiaba seguir matando, después de haber eliminado al resto de los dioses, se planteaba matarse a sí mismo y a partir de su propia cólera dividía su ser en dos para crear el mundo.
A partir de aquí, Azúa irá deshilvanando la historia de nuestros orígenes, a modo de fábula y con una mirada irónica. Asistiremos a la creación del Paraíso, al nacimiento y a la traición de Adán y Eva, al fratricidio de Caín a manos de su hermano Abel, a la expansión de las hordas de sus descendientes hacia el Sur y el Norte del mundo, al diluvio de Noé y a la destrucción de la torre de Babel; un viaje de peregrinaje y expiación de los humanos para finalmente lograr redimir la culpa de ese primer fratricidio.
Y mientras peregrinamos de la mano de Azúa en su particular versión adulterada e irónica de la historia de la creación de la humanidad, nos trasladaremos a Venezuela, durante los años cincuenta, para conocer la historia de Mariló, la joven viuda de un empresario español que debe hacerse cargo de la empresa de su marido.
Félix de Azúa compone un absorbente relato que mezcla el Génesis, la autobiografía y la más pura ficción, y que da fe de su clarividencia filosófica. Azúa nos traslada de lo mitológico, lo trascendente y lo lejano a lo terrenal, lo mundano y lo cercano, y pone de manifiesto la falta de libertad del ser humano de ser, como decía Jean-Jacques Rosseau, bueno por naturaleza. ¿Cómo puede serlo con la culpa que arrastra a sus espaldas?
EN PALABRAS DE FÉLIX DE AZÚA:
«Ha sido la historia de mi nacimiento, mi Génesis particular, porque todas las vidas se adaptan al texto sagrado, lo sepamos o no. Es también la historia de mi culpa, esa culpa original que llevamos en la sangre y que nos obliga a hacer todo lo malo que hacemos, sin remedio y sin perdón, empujados por una mano asesina que fue enterrada hace millones de años en algún desierto batido por el viento y por los remolinos de arena, desde donde nos domina. Creemos ser libres, pero somos todos hijos de Caín y llevamos su condena en nuestra sangre. En lugar de matar al dominador, asesinamos a nuestro hermano.»
GÉNESIS
Después de mucho luchar, finalmente los dioses fueron dándose muerte unos a otros hasta que (y ése fue el final del final) sólo quedó uno en el ilimitado vacío.
Uno solo frente a sí mismo y a punto de darse muerte él también, habituado como estaba a aniquilar cualquier presencia que se le enfrentara. No obstante, ahora miraba a su alrededor y sólo veía las enormes sombras de los dioses vencidos. Los ventrudos dragones marinos habían sido los últimos. Quería seguir matando, pero sólo podía acabar ya consigo mismo. Quizás consideró que era mejor eso, acabar también consigo mismo, que resignarse a los recuerdos, una eternidad rodeado por solemnes sombras ahora ya fúnebres.
Antes, cada uno de los grandes dioses había ocupado un cosmos a la medida de su grandeza y de su poder, fuera colosal o diminuto, pero ahora ya no había nada, no había ya realmente nada, sólo un dios único con todos sus brazos arrojando fuego y maldición. Sólo el dios único atento a las sombras de los dioses muertos disipándose en la nada, un dios único señor de la nada.
Podía en verdad darse muerte, así, como si nada hubiera habido nunca y nada volviera nunca a ser. Consideró la posibilidad de dar por terminado el ser.