Ficha técnica
Título: El lago | Autor: E. L Doctorow | Traducción: Iris Menéndez | Editorial: Miscelánea | Colección: Narrativa | Género: Novela | ISBN: 978-84-938644-0-8 | Páginas: 320 | PVP: 19,00 € | Publicación: 16 de Mayo de 2011
El lago
E.L Doctorow
El héroe de esta brillante novela de E.L. Doctorow, el maestro de las letras americanas, es Joe, un joven que escapa de la Gran Depresión. Huye de su hogar en Patterson, New Jersey a la ciudad de Nueva York y aprende la cruda realidad de la vida antes de seguir su ruta con unos feriantes. En una noche de verano está solo y temblando de frío, intentando dormir al lado de unas vías de ferrocarril en las montañas de Adirondack, cuando por su lado pasa un vagón privado. Su interior está iluminado y a través de las ventanas puede ver a varios hombres bien vestidos sentados a una mesa y, en otro compartimiento, a una hermosa mujer desnuda que sostiene un vestido blanco mientras se observa en un espejo. A partir de esa noche, Joe seguirá las vías hasta la misteriosa propiedad de Loon Lake, donde encontrará a la chica además de a sus acompañantes: un empresario de éxito, un aviador, un poeta borracho y un grupito de gángsters.
Así se presenta el escenario para una cautivadora historia de misterio y amenaza, avaricia y ambición, lujuria desatada y tierno amor que desnuda las profundidades más oscuras del corazón humano y el lado «pesadillesco» del sueño americano. E.L. Doctorow ha escrito una novela que brilla con pasión y poesía, iluminada por la antorcha de la humanidad y la historia, el horror y la verdad.
«Doctorow es el gran alquimista. Cada libro suyo le devuelve a la historia la dignidad literaria que otros intentan robarle cada día.» Juan Gabriel Vásquez
«La obra más prodigiosa de Doctorow: maravillosamente valiente, cautivadora, la mejor novela americana que he leído en bastantes años.» Susan Sontag
PÁGINAS DEL LIBRO
Eran presencias aborrecibles. Como una pareja de ancianos en el bosque, solos el uno para el otro, el hijo únicamente un capricho del destino. Aquella era su asquerosa casita y nunca me permitieron olvidarlo. Vivían en un ambiente de linóleo y se pasaban las tardes sentados junto a la radio. ¿Qué esperaban oír? Si entraba temprano los despertaba, si llegaba tarde los enfurecía, lo que los ofendía era mi vida, no podían soportar la sabrosa plenitud de mi ser. Estaban secos. Eran leños apenas humeantes. Se deshacían en cenizas. ¿Cuál era al fin y al cabo la tragedia de su vida implícita en las miradas de profundo reproche que me dirigían? ¿Que las cosas no les habían salido bien? Esto no los diferenciaba de cualquier otro habitante de Mechanic Street, donde hasta las casas eran iguales, de dos en dos, el mismo palacio de asfalto una y otra vez, los tranvías que hacían sonar la campanilla por todo el puñetero vecindario. Solo los locos estaban vivos, los hombres y mujeres que vivían en la calle; había uno al que llamaban San Basura y que iba de cubo en cubo recolectando lo que no servía a los pobres -¡imagínate!- y ponía en su carretilla todo lo que encontraba o se lo echaba a la espalda, usaba varios sombreros varias chaquetas abrigos pantalones, calcetines sobre zapatos sobre zapatillas, no se le veía la cara roja, con barba y en carne viva y de uno de sus ojos manaba una exudación amarilla ¡oh San Basura! y a tres manzanas de distancia estaba la fábrica donde todos los de Paterson se ganaban el jornal para mantener su maravillosa vida, incluyendo a mi padre incluyendo a mi madre que iban juntos y volvían juntos y comían juntos y se acostaban juntos en la misma cama. ¿Dónde estaba yo a todo esto? Solo me prestaban atención cuando enfermaba. Durante un tiempo estuve siempre enfermo tosía tenía fiebre y resollaba, amenazándolos con la escarlatina o la tos ferina o la difteria, mi único poder residía en sugerirles las terribles consecuencias de un negligente momento de lujuria. Se apegaban a sus miserables vidas, celebraban los magros rituales de los domingos yendo a misa con los otros peleles como si se estuviese elaborando algún plan monumental que podía resultarles personalmente doloroso pero que tenía Sentido porque Dios tenía que ponerle Sentido aunque los pobres y estúpidos inmigrantes centroeuropeos de ojos hundidos no supiesen de qué iba la cosa. Yo despreciaba todo aquello. Me crié en un salvaje disloque de salud y enfermedad y al llegar a los quince todo estaba bien, conocía mi vida y la disfruté plenamente, corrí por los callejones y salté vallas unos segundos antes que los polis, robé lo que necesitaba y perseguí a las chicas como a piezas de caza, me busqué problemas y me encantaban, me encantaba la vida, corrí calle abajo siguiendo a los dirigibles que pasaban, trepé por escaleras de incendio y espié a las viejas luchando con sus corsés, me lié con una pandilla y llevaba una navaja afilada como la de un árabe, como la de un sujeto de raza latina, la clavé en el caballo del verdulero ambulante, se la clavé a un débil mental con cabeza de melón, con ella rasgué toldos, con ella jugué a la peonza, robé a los chiquillos con ella, con ella me llevé a una chica al tejado y la obligué a desnudarse con ella. ¡Solo quería ser famoso!