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Ficha técnica

Título: La feria del mundo | Autor: E.L. Doctorow  |  Traducción: César Armando Gómez |  Editorial: Miscelánea  | Género: Novela | ISBN: 978-84-937228-4-5 | Páginas: 352 | Formato:  14,5 x 22,5 cm. | Encuadernación: Rústica con solapas  |  PVP: 19,00 € | Publicación: 20 de Septiembre 2010 |  Fue galardonada con el American Book Award en 1986

La feria del mundo

E.L Doctorow

MISCELÁNEA

¿Cómo empezar siquiera a explicar la fascinación que produce una ciudad como Nueva York? Sólo a través de los ojos de un niño, que se abren ante esa ciudad llena: llena de color, llena de vida, llena de sorpresa, llena de promesas.

La familia de Edgar Altschuler, como cualquier otra en el Nueva York de la Gran Depresión en los años 30, tiene que reinventarse, salir del pozo sin fondo de la recesión económica. Pero para Edgar todo es novedad y así nos traslada a su ciudad y su tiempo, con la inocencia del que descubre por primera vez. A través de sus recuerdos asistimos al escenario de los grandes acontecimientos que conforman su vida (la Exposición Universal, la Segunda Guerra Mundial) pero para él es el día a día lo que cuenta: una visita al carnicero kosher; el placer delicioso de comprar un boniato del carrito de un vendedor ambulante; un iglú que se construye en la calle con bloques de hielo; la visión impresionante y majestuosa del dirigible Hinderburg
 
«Algo cercano a la magia» Los Angeles Time
 
 
«Maravillosa… Uno se pierde en La feria del mundo como si se tratara de una aventura exótica» The New York Times
 
 
Rose  
 
Yo había nacido en la calle Clinton, en el Lower East Side. Era la penúltima de seis hijos, dos chicos y cuatro chicas. Los chicos, Harry y Willy, eran los mayores. Mi padre era músico, violinista. Siempre se ganó bien la vida. Él y mi madre se habían conocido en Rusia y allí se casaron, y más tarde emigraron. Mi madre también procedía de una familia de músicos, y de ahí vino, tiempo adelante, el encontrarse con mi padre. Algunos de sus primos eran muy conocidos en Rusia; uno de ellos, violoncelista, incluso había tocado para el zar. Mi madre era muy guapa, menuda, con una larga melena dorada y ojos azul pálido. Mi padre solía decirnos: «¿Y vosotras os creéis guapas? Teníais que haber visto cuando vuestra madre y sus hermanas pasaban por la calle, en nuestro pueblo. Todo el mundo se volvía a mirarlas, tan esbeltas y con aquel porte tan elegante.» Supongo que no quería vernos hechas unas presumidas.
 
     Tenía yo cuatro años cuando nos mudamos al Bronx, a un gran piso cerca del parque Claremont. Era buena estudiante; iba a una escuela pública, la P.S. 147, en la avenida Washington, y cuando acabé allí pasé a un instituto, el Morris. Completé los cursos y me gradué; volví a matricularme para estudiar comercio, y aprobé las suficientes asignaturas para volver a graduarme si quería. Entonces sabía escribir a máquina, contabilidad y taquigrafía. Era muy ambiciosa. Me había pagado las clases de piano tocando para acompañar películas. Miraba a la pantalla e improvisaba. Mi hermano Harry y mi padre solían sentarse detrás de mí para encargarse de que nadie me molestase; los cines eran todavía muy primitivos e iba mala gente. Al acabar mis estudios, encontré un empleo como secretaria privada de un conocido hombre de negocios y filántropo, Sigmund Unterberg. Había hecho el dinero con un negocio de camisas y ahora pasaba gran parte de su tiempo trabajando para organizaciones judías, asistencia social y ese tipo de cosas. En ese campo no había entonces burocracia oficial ni programas, como ahora; todo lo que tenía que ver con la caridad era cosa de los particulares y las organizaciones que ellos creaban. Yo era una buena secretaria; cuando mister Unterberg me dictaba una carta podía tomarla directamente a máquina sin un error, de modo que cuando él terminaba yo había acabado también y la carta estaba lista para que la firmase. Eso hacía que yo le pareciese maravillosa. Su esposa, una mujer encantadora, solía invitarme a tomar el té, a alternar con ellos. En esa época tendría yo unos diecinueve o veinte años. Me presentaron a un par de chicos, pero no me gustaban.
 
     Por entonces estaba ya interesada por tu padre. Nos conocíamos del instituto. Era guapísimo, con una gran facha, y un buen deportista; de hecho, fue así como lo conocí, en las pistas de tenis; las había de tierra batida en el cruce de la avenida Morris y la Calle 170 y los dos íbamos allí a jugar. Entonces se jugaba al tenis con falda larga. Yo era una buena jugadora, me gustaba el deporte, y así fue como nos conocimos. Me acompañó a casa.
 
     A mi madre no le gustaba Dave. Le parecía demasiado loco. Si yo salía con otro chico, ya sabía que iba a estropearme la cita. Rondaba mi casa aunque no hubiésemos quedado, y cuando veía que venía otro a buscarme hacía cosas terribles, organizaba una pelea, nos paraba y se ponía a hablarme cuando estaba con el otro. Le advertía que me tratase con respeto o se le iba a caer el pelo. Naturalmente, algunos se asustaban y no volvían. Era un fastidio, me ponía furiosa, pero lo cierto es que nunca rompía con él como me aconsejaba mi madre. En invierno íbamos a patinar en el hielo; en primavera me sorprendía enviándome flores; era muy romántico, y a lo largo de esos años fui enamorándome de él.
 
     Entonces las cosas eran muy diferentes; no conocías a alguien y salías y te acostabas con él así sin más, un, dos, tres. Las personas se hacían la corte; las chicas eran inocentes.

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E.L Doctorow

Edgar Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931-2015) combinó con maestría los grandes temas de la literatura norteamericana (la fundación, la Guerra Civil, la inmigración, los fenómenos sociales...) con la tradición narrativa europea. Hijo de emigrantes judíos rusos, eterno candidato al Premio Nobel, logró el reconocimiento internacional con las novelas El libro de Daniel (1971), Ragtime (1975) y Billy Bathgate (1989), celebradas por la crítica y por millones de lectores de todo el mundo.

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