
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Quizá para compensar la insustancialidad de Star Trek, a la noche siguiente fui a ver Waltz with Bashir a los cines Golem de Madrid.
Waltz es una criatura extraña: una suerte de documental, pero realizado mediante animación. Escrito, dirigido y producido por Ari Folman, narra una búsqueda que es a la vez personal e histórica: veterano de la guerra del Líbano en 1982, Folman comprendió en el año 2006 que no tenía un solo recuerdo de las masacres de Sabra y Chatila de las que objetivamente había participado. Entonces emprendió una investigación cuyo resultado es Waltz with Bashir, donde prestan testimonio las versiones animadas de personas reales (por ejemplo el periodista Ron Ben-Yishai) y algunos personajes que han sido compuestos sobre la base de gente verdadera.
La experiencia de ver Waltz es poderosa. No cuesta nada remitirla a un ejercicio similar, aunque superior: el Maus de Art Spiegelman, que recrea la experiencia del Holocausto –y de sus sobrevivientes emigrados a los Estados Unidos- mediante figuras de ratones, gatos y cerdos que parecen inspirados por los trazos infantiles de Steamboat Willy.
En Waltz, la intensidad de trazos y colores y lo alucinógeno de los movimientos y las proporciones produce un efecto de extrañamiento, que subraya lo insensato de la empresa: la intención de sobreponerse a una amnesia voluntaria, y el deseo de describir una masacre que –por inhumana- no se resigna a los moldes predigeridos de las convenciones narrativas. El hecho de que, una vez producida la masacre que constituye el climax del film, Folman renuncie a los dibujos para pasar al material de noticiero, sugeriría una reverencia ante el altar de Adorno, que proclamó la insensatez de buscar sentido a experiencias como la de Auschwitz. Pero el efecto que este cambio de registro produce es ambiguo: más que un reconocimiento del poder de lo real, las imágenes de gente verdadera sufriendo dolor verdadero suenan a renuncia; como si Folman ya no quisiese seguir adelante con la reflexión que el ‘documental’ –o como quieran llamarlo- inició.
Es verdad que Waltz with Bashir termina siendo indulgente con los soldados israelíes que participaron de aquella guerra –todos parecen jovencitos normales, tan talentosos como entusiastas, que después del servicio militar llevaron adelante vidas productivas- y con el alto mando del Ejército: según Waltz, la masacre fue perpetrada por los falangistas cristianos del Líbano, que habrían buscado vengar el asesinato de Bashir Gemayel; el pecado de los israelíes, en cualquier caso, habría sido uno de omisión. Pero el razonamiento de Folman es menos consistente que sus imágenes. Aun cuando logra recordar y exculpa a su ejército, las imágenes que el espectador se lleva a casa distan de ser tranquilizadoras. Por más que Folman pretenda que la cuestión fue resuelta, estoy seguro de que sus pesadillas siguen visitándolo: refregándole las imágenes (reales, tan reales como en el film) de esos niños muertos, enfrentándolo a esas viudas que le demandan algo que aunque no domine el idioma –aunque no quiera asumirlo- entiende muy bien.