Marcelo Figueras
En la madrugada me puse a hacer zapping en la casa que le prestaron a mi amigo Pasqual, en Ramallah, Palestina. Empecé a pasar canales como tonto. Superé la barrera del centenar y seguí. Pronto llegué a los doscientos. Aunque mi dedo protestaba, no tardé en cruzar la línea de los trescientos y contando: Al Agariya, Al Forat, Al Hidaya, Al Hiwar, Al Mishkat… Es verdad que había algunas repetidoras de material internacional, con series, películas y canales de noticias, pero la inmensa mayoría eran estaciones de origen árabe que barrian todo el espectro del medio. Telenovelas. Informativos. Películas. Infantiles. Canales religiosos y de debates politícos. Surfear entre tantos canales sin entender nada es una rara experiencia. Como haber dormido para despertarse en un universo nuevo, del que nada sabemos.
Claro que sabía que el mundo árabe es precisamente eso, un mundo en sí mismo. Con una historia milenaria, variedad cultural y religiosa y múltiples nacionalidades que ni siquiera lo expresan todo. (Piensen en los sunies y en los chiítas que viven a los codazos en Irak, esa entelequia creada por los occidentales -y también destruida por ellos.) Pero una cosa es saber intelectualmente y otra muy distinta es conocer. Anoche, viendo toda esa gente que hablaba, discutía, actuaba, reía, cocinaba, investigaba, oraba y entretenía, sentí -porque no puedo decir tan sólo qué supe: sentí, además- la intuición de la vastedad de este mundo tan desconocido como mal conocido. La TV fue un modesto aleph, que me permitió ver todo lo que estaba ocurriendo en ese instante en el mundo árabe a la vez que me dejaba en el umbral del conocimiento verdadero.
No pude entender nada de lo que estaban diciendo, pero comprendí algo. Más allá del idioma y de las idiosincracias culturales, esa televisión se parecía mucho a la televisión de cualquier parte. Y las emociones que ponía en pantalla eran todas reconocibles. Alegría. Preocupación. Orgullo. Deseo de vivir. De tanto en tanto deberíamos entrecruzar satélites, para que nuestros televisores mostrasen durante algún tiempo tan sólo los programas de los otros. Después de la bronca inicial, aprenderíamos a reconocernos en las formas del otro. Y entonces dejaríamos de pensarlo como enemigo.