
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
La semana pasada, disimulando su mutis entre tantos Cadáveres Pop, se murió Andrés Cascioli. Legendario dibujante y director de la revista Humor, fue muy importante para mí como lector (durante la dictadura, Humor era uno de los poquísimos medios que se permitía pensar y lo expresaba) y finalmente como escritor. Yo recién empezaba como periodista cuando Cascioli nos llamó a Alan Pauls, Daniel Guebel y a mí para que escribiésemos a seis manos una sección miscelánea que bautizó Picado fino. Pronto empecé a colaborar con la revista más allá de ese marco, y también en otras publicaciones de la Editorial La Urraca que marcaron historia: El Periodista, El Péndulo, Fierro. Fue también Cascioli quien me permitió dirigir una revista por primera vez, un experimento que empezó como suplemento de Humor y después se independizó, y al que bautizamos Caín. El hecho de que El Péndulo concediese un premio a un cuento mío (recuerdo como si fuese hoy llegar a la redacción y que la recepcionista me felicitase por algo que yo todavía no sabía) fue un aliciente enorme para alguien que por entonces no era sino un pichón de escritor.
La muerte de Cascioli me produce tristeza por las razones obvias, pero también algo de nostalgia. Aquellos tiempos, al promediar los 80, fueron de maravillosa efervescencia política y cultural. Mi país salía de la dictadura con un ímpetu tal que nos permitó imaginar que sólo había que abandonarse a las leyes de la física y ascender con la liviandad de una burbuja. O sea que ni siquiera imáginabamos que nos esperaban honduras mayores, y decepciones que nos enfrentarían a leyes no escritas de la física: por ejemplo, aquella que dice que las deudas no saldadas y las verdades no dichas regresan inexorablemente, y para asolarnos como pesadilla. (Aquí también cabe la frase de Ortega que Olga Rodríguez usa de acápite en su libro: ‘Toda realidad que se ignora prepara su venganza’.)
Cascioli seguirá siendo siempre sinónimo de aquella otra Argentina, la que pudo ser y no fue. Que la experiencia que contribuyó a producir no haya tenido el mejor de los corolarios no borra el hecho de que, mientras duró, encendió algunas bengalas que iluminaron la noche que cayó sobre mi país hace décadas y que, es obvio, está muy lejos de haber terminado.