
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Cuando la secundaria llegaba a su fin -la terminé en 1978, en plena dictadura-, me senté delante de mis padres y les dije que quería ser escritor. (Mi otra opción era la carrera de cine, pero los militares habían depositado un obstáculo muy concreto al clausurar todas las escuelas.) No se sorprendieron, lo mío era evidente a esa altura. Tan evidente, que ya habían preparado una respuesta llena de ‘peros’ sensatísimos. Dijeron que no objetaban mi vocación -astutos…-, pero que lo fundamental era encontrar una carrera que me permitiese ganar el dinero imprescindible para mantenerme en la vida. ¡Nada me impediría seguir escribiendo en mis momentos ‘libres’!
Mis padres pensaban que la del escritor era una vocación de hambre.
Nunca se me ocurrió estudiar la carrera de Letras. Todavía hoy me resulta extraño el hecho de no haberlo considerado siquiera; muchísimos de los escritores que conozco tomaron este camino natural, para sostenerse luego como maestros o profesores mientras concebían su Obra Maestra. (¡En sus momentos ‘libres!) Sin embargo opté por el periodismo. ¡Yo, que hasta entonces no había manifestado el menor interés en el mundo real! ¡Yo, queriendo contar la verdad -porque de eso va el periodismo, aunque pocos profesionales lo practiquen- en la Argentina amordazada de la dictadura!
Se me había ocurrido que el periodismo era lo que más se parecía a lo que yo quería hacer, entre las opciones que se me presentaban. Y no me equivoqué. La esencia es la misma: contar historias de la mejor manera posible. Cambian las condiciones, por cierto. Lo sine qua non en el periodismo es poder dar fe testimonial de cada hecho narrado. La narrativa pura me impidió olvidarme de algo imprescindible en cualquier relato: sea real o no la historia, lo fundamental es que lo parezca -el mandato de la verosimilitud.
Así que estudié y practiqué el periodismo, perserverando en la ficción en mis momentos ‘libres’. (Léase madrugadas y demás horarios de infarto.) La profesión me dio justo lo que necesitaba: el oficio -yo no soy de los que cree en la inspiración, sino en lo que Horacio Verbitsky define como horas-culo: trabajo, trabajo y más trabajo) y la falta de prejuicios respecto de la naturaleza de las historias. No me importa si son reales, inspiradas parcialmente en crónicas y en la Historia o por completo ficticias: lo importante es que me seduzcan.
Y aquí me tienes, Paulina. Nunca he vivido de otra cosa que no sean las historias que narro. Tampoco he sido rico, y seguramente no lo seré en términos bancarios. Pero soy dueño de una fortuna que no se corroe ni corre riesgos de deflación. Hago lo que amo hacer y la gente -no mucha, puesto que no soy lo que se dice un autor masivo, pero la suficiente- parece conmoverse con mis historias. ¡Qué más puedo pedir!