
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Señalaré dos últimas osadías.
El viajero del siglo es una novela que habla, y donde se habla, de cosas que para Neuman importan de verdad. Lo cual resulta inusual en una cultura que privilegia las bajas calorías.
Puede que Europa como posibilidad, la filosofía y los pros y contras de la traducción no sean temas esenciales para el común de sus lectores. Pero lo que no podemos negarle a Neuman es que ha sido fiel a preocupaciones que encuentra esenciales.
Como argentino que vive en Europa, y más precisamente en Granada, desde hace tantos años, Neuman es lo que la novela define como un poeta viajero, esto es un poeta que no está del todo en ninguna parte –como Hans, como la misma Wandernburgo.
Por eso mismo, la conversación sobre el alma del migrante que la novela pinta en una tertulia resulta conmovedora. Porque al poner puntos de vista contradictorios en voces variopintas, Neuman revela que no precede desde la complacencia, sino que por el contrario, se cuestiona su circunstancia.
Un escritor que se cuestiona. He aquí una expresión que en otros tiempos era natural y últimamente se parece cada vez más al anacronismo.
El hecho de que Neuman no se proponga como el reservorio máximo de la sabiduría sino que la busque, y hasta la encuentre en otro, también resulta sorprendente. Neuman no tiene prurito alguno en zanjar esa discusión citando a otro escritor, Chretien de Troyes, que dijo lo siguiente. Los que creen que el lugar donde nacieron es su patria, sufren. Los que creen que cualquier lugar podría ser su patria, sufren menos. Y los que saben que ningún lugar será su patria, esos son invulnerables.
Finalmente, El viajero del siglo es una historia de amor. No insistiré aquí en la falta de propiedad que entraña el afecto en los escritores de hoy y sus obras. Sin embargo Neuman insiste con el tema, y deja que Hans y Sophie creen un romance que aunque transcurre entre libros tiene poco de libresco. Un amor que se cuestiona a sí mismo, del mismo modo en que los traductores se cuestionan si su menester es traición o recreación, y que emerge de todas las pruebas lleno de salud, abrazando lo humano con todas sus imperfecciones. (Esta es una novela que deja claro en sus primeras páginas que los peditos pueden ser encantadores.)
Como tiene la manía de sentir, a Neuman le consta que el amor es una efusión original, pero que amar al otro significa traducir, recrear para el amado con signos nuevos aquello que nuestro corazón tiene por claro y evidente. Es decir que entiende no sólo que el amor entraña un viaje, sino que además ese viaje es imprescindible para definirnos como personas.
Los hombres respetables le temen más a una revolución en la cama que a la anarquía política, dice Sophie. Y ella, como su nombre lo indica, sabe de lo que habla.
El viajero del siglo es, por último, una novela que se niega a terminar sin plantearse aquello que todas las novelas deberían plantear. ‘¿De dónde sale la belleza?’, pregunta Sophie en una carta. Y Hans le responde: ‘De la fugacidad y la alegría’.
Esta novela pasa fugaz a pesar de su extensión, y se lee tal como fue escrita: con alegría.
Como lector, le estoy profundamente agradecido a este escritor que logró el objetivo de parecerse en algo a Goethe: ser como él ‘un lector eterno, hablar un montón de idiomas, conocer todos los países, estudiar todas las épocas’.
Hay algo de invulnerable en Andrés Neuman.