Marcelo Figueras
En la época infame, algún vivillo a sueldo de la dictadura acuñó un eslogan para contrarrestar el reclamo internacional por las víctimas de la represión: Los argentinos somos derechos y humanos, decían banderitas y calcomanías, una frase engañosamente simple, porque dos de sus tres afirmaciones eran falsas. Fueron necesarios muchos años y mucha sangre para que se diese vuelta a la página y nos convirtiésemos en un país en el cual los derechos humanos ya no eran un enunciado de ciencia ficción. Con la convicción de que todo crimen impune compromete el futuro, el gobierno de Kirchner avanza en la búsqueda de justicia por las aberraciones de la dictadura. Muchas causas todavía abiertas han retomado el curso que interrumpieron en su momento los decretos de amnistía: la cobertura diaria de juicios como los que se sustancian al "turco Julián" y al ex comisario Etchecolatz nos recuerda la enormidad de los crímenes que habían quedado impunes. ¿Obligar a un hombre al que le faltaban las piernas a caminar sobre sus muñones, para diversión de todos sus verdugos? Esta es la clase de gente a la que Alfonsín y Menem liberaron de toda responsabilidad, permitiéndoles que caminasen entre nosotros como un ciudadano más.
La tarea está lejos de estar completa. Aun cuando se esperan numerosos juicios en el futuro cercano, está pendiente un dictamen de la Corte Suprema para anular por completo las leyes de amnistía. Por el momento la Corte no puede proceder porque el tema está en manos de una instancia judicial inferior, la Corte de Casación, algunos de cuyos miembros, es evidente, están interesados en frenar este proceso, sentándose encima de la pelota. Y además están los grupúsculos militares que buscan hacer ruido para entorpecer la marcha de la justicia: protestan por los juicios, precisamente ellos que les negaron a sus víctimas toda posibilidad de defensa legal. Y siempre sigue abierta la herida de los bebés que fueron secuestrados, muchos de los cuales viven hoy en la Argentina sin ser conscientes de su verdadera identidad.
Mientras este proceso de búsqueda de la verdad y de la justicia sigue adelante, con el apoyo de la mayoría de los argentinos, hay otra intuición que toma cada vez más cuerpo en nuestra consciencia. Las noticias parecen de diferente tenor, pero en el fondo apuntan todas en la misma dirección. Chicos muertos en las villas, en crímenes vinculados a la droga que circula cada vez con más facilidad. Ajustes de cuentas por mano propia, asesinando a un adolescente para después prenderle fuego a su cadáver. (En este caso, para más datos, los acusados son gente de las fuerzas de seguridad.) Batallas campales por la ocupación de viviendas para gente de pocos recursos. En el noticiero de ayer, una de las mujeres perjudicadas por esta ocupación lo ponía en blanco sobre negro: “Es una guerra de pobres contra pobres”.
Todos estamos satisfechos con el vuelo que alcanzó la economía en los últimos años. Pero casi todos entendemos, a la vez, que este despegue benefició en especial a cierta parte de la población, que no es precisamente la más necesitada. Días atrás leí una entrevista al actor, dramaturgo y psicólogo Eduardo Pavlovsky en la revista Caras y caretas, en la que mencionaba cifras sobre la cantidad de niños y jóvenes argentinos que sufren algún daño neuronal por falta de alimentación adecuada: no recuerdo las cifras en sí mismas, los números siempre se me escapan, pero eran tan grandes como para sugerir la existencia de otra generación perdida –así como se perdió la generación del 70, por obra de la represión. Violencia política, violencia económica: dos nombres para el mismo proyecto oligárquico.
Lo que quería decir es que vamos entendiendo que la expresión derechos humanos ya no puede limitarse a aquellos crímenes de los 70, por los que seguimos y seguiremos reclamando justicia. Lo que quería decir es que la validación cotidiana de los derechos humanos pasa hoy también por la erradicación del hambre, en el país de la abundancia agroganadera. Lo que quería decir es que nos está cayendo la ficha: esta es la gran batalla aún pendiente, tan necesaria y tan perentoria como la que se viene dando desde la caída de la dictadura. Porque un país en que los pobres se matan por las migajas no es derecho ni humano. Y la mayoría de los argentinos queremos serlo –pero no como los impresentables que agitaban las banderitas en los 70, sino de verdad.