Marcelo Figueras
Conocemos las obras terminadas de los escritores, y sus textos nos permiten inferir, o cuanto menos imaginar, la ambición literaria que pusieron en juego durante su escritura. Pero en general no sabemos cuál era la expectativa humana detrás de la publicación de esos libros. ¿Dinero? ¿Fama? ¿Una saludable combinación de ambas? ¿O simplemente un reconocimiento a la batalla presentada?
En febrero de 1836, Charles Dickens comenzó a escribir lo que se convertiría en su primera novela, The Pickwick Papers. En aquel entonces era un periodista cuyas crónicas de costumbres, firmadas con el seudónimo de “Boz”, le habían granjeado una cierta notoriedad. Trabajaba como un perro y ultimaba detalles de su inminente boda con Catherine Hogarth cuando William Hall le propuso que escribiese una ficción serializada. Nadie podía prever que Pickwick se convertiría en el éxito popular que fue. Sin embargo la contemplación del manuscrito original, con su letra firme y decidida y con sus párrafos casi desprovistos de correcciones, nos sugiere que Dickens intuyó que había encontrado, en el trabajo minero de aquella escritura, una veta riquísima que no podía dejar de explorar compulsivamente–cosa que haría hasta el último día de su vida.
Poco después, un Herman Melville que también acababa de casarse acometió la escritura de Moby Dick. Como a Dickens, la vida parecía sonreírle. Sus libros con recuerdos de su vida como marino, Typee y Omoo, habían sido bien recibidos por la crítica y el público. Tan confiado se sentía en su futuro, que en 1850 adquirió una finca en Pittsfield, Massachussetts, a la que bautizó Arrowhead.
Cualquiera que hojee Moby Dick comprenderá la enorme ambición literaria de Melville: se trataba de un salto cualitativo infinito respecto de sus libros anteriores. Pero al ser editada en Gran Bretaña en octubre de 1851, bajo el título de The Whale (La ballena), la novela no vendió ni siquiera trescientos ejemplares en los primeros cuatro meses de venta. Y en los Estados Unidos, su patria, vendió poco más de dos mil ejemplares de una tirada de cinco mil; el único cheque por derechos que cobró no llegaba a los seiscientos dólares. Melville trabajó los últimos años de su vida como inspector de aduanas. A su muerte, los diarios lo recordaron apenas como el autor de Typee. El New York Times tuvo el descaro de dedicarle una necrológica en que no lo llamaba Herman Melville, sino Henry Melville.
A su manera, ambos escritores huían del mismo fantasma: el del fracaso económico, que a su tiempo había acabado con sus padres. La realidad los había convencido de que podrían lograrlo si seguían escribiendo, cosa que habían empezado a hacer suscitando el entusiasmo del público. Y allí sus caminos comenzaron a separarse. Con Pickwick, Dickens descubrió su vocación y las mieles del éxito. Con Moby Dick, Melville halló su voz de profeta –y se condenó a vivir los cuarenta años restantes de su vida en el desierto, donde no halló dinero, ni fama ni reconocimiento alguno.
Uno se contenta diciendo que Moby Dick terminó obteniendo reconocimiento. Pero no puedo dejar de pensar que el pobre Melville merecía algo mejor que la gloria póstuma. Debe haber marchado hacia la muerte sintiendo que el capitán Ahab se le reía en la cara, porque le tocaba compartir el destino aciago que imaginó para él en aquel libro que creyó importante sin que nadie, ¡nunca!, le diese la razón.