
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Leyendo un libro de Martin Booth llamado Opium: A History (esos volúmenes en que uno se sumerge cuando investiga para una novela, en este caso mi proyecto post-Aquarium), encontré la siguiente descripción del uso que se daba al opio y sus derivados entre los niños ingleses de la época victoriana:
‘Los sueldos de los trabajadores de la clase baja eran mínimos, y ambos padres solían trabajabar en puestos menores o físicamente demandantes durante largos períodos. Los bebés, un producto inevitable de la pobreza (sic), eran una complicación. El infanticidio no era una cosa rara… La mayoría de los niños, cuyas madres se desempeñaban como empleadas domésticas, en fábricas o en el campo, terminaban en manos de cuidadoras… Estas cuidadoras debían hacerse cargo de hasta doce bebés, y no sólo los supervisaban con la mayor laxitud sino que además debían hacerse cargo en simultáneo de un segundo trabajo –por ejemplo, el de lavar ropa. Para mantener tranquilos a los bebés, los alimentaban con jarabes relajadores. De esta manera, muchos niños de áreas pobres no sólo crecían habituados al opio sino que además pasaban buena parte de su tiempo en un estado semi-comatoso. Lo que complicaba aún más el problema era el hecho de que, cuando sus madres volvían a casa al cabo de una jornada agotadora, ellas también dopaban a los niños para poder tener una noche de descanso’.
‘Había además otro conveniente efecto secundario. El opio suprimía el apetito, razón por la cual los más pequeños se volvían menos susceptibles al hambre y colaboraban de ese modo con el ya ajustado presupuesto familiar… Cuando crecían, eran muy pocos los niños así criados que podían aprovechar la poca educación que se les ofrecía, integrándose de manera inevitable a la generación siguiente de la clase trabajadora, iletrada y condenada al ciclo de uso del opio’.
Tenía pensado todo un párrafo sobre el aliento cíclico de la historia, la nueva crisis económica, el reemplazo del opio por sucedáneos (químicos y también electrónicos) y las barbaridades que toleramos los humanos cuando no podemos mantener la cabeza fuera del agua y dejamos que las circunstancias nos avasallen. Pero prefiero dejar que el texto de Booth resuene a solas en sus cabezas. Parafraseando al Nazareno: quien quiera oír, oirá.