Marcelo Figueras
Los libros son como los buenos amigos: nos tienen la paciencia que no solemos tenerle a nadie -ni siquiera a ellos mismos.
Hace algunos meses una amiga me regaló Historias de New York, de Enric González. El libro me siguió de Madrid a Buenos Aires y fue a parar al estante de los volúmenes pendientes. (También tengo estantes para aquellos que Perdieron el Encanto con el Tiempo, los que No Pienso Releer, los que Nunca Se Sabe y un largo etcétera. Sigo.) Supongo que lo postergué porque New York estaba muy lejos de mi mente por entonces. Hacía casi diez años que no la visitaba; mi recuerdo era el de una ciudad que ya no existía. La última vez que estuve allí mis hijas y yo pasamos un largo rato contemplando Manhattan desde el Observation Deck de las Torres Gemelas, a una altura que hoy sólo frecuentan los pájaros.
Las cosas pasan. Se me ocurrió una historia con varios protagonistas, uno de los cuales es oriundo de New York, y elipsis mediante terminé sentado en un avión con Historias de New York en mis manos.
Es un libro encantador, que devoré de una sentada -literal, puesto que el avión me conminaba a semejante postura- y que me preparó para el (re)encuentro con esta ciudad a la que tanto había amado y de la que me sentía distante, un poco por el dolor y un poco por la incomprensión. (Supongo que sería injusto culpar a los neoyorquinos por el presidente que se echaron. En todo caso, se trata de una responsabilidad compartida. Sigo.)
Además de darme una envidia horrorosa por haber entrevistado a Oliver Sacks y a Lou Reed, entre otros, González concibió un libro que funciona como un Aleph: permite ver todos los momentos de la ciudad y todos sus rincones al mismo tiempo. Sin embargo la coexistencia de tantas facetas (los ricos y los pobres, el pasado y el futuro) no confunde: por el contrario, convierte al relato en un diamante, un objeto contradictorio, preciso y precioso, que sólo puede parecerse a sí mismo.
Andando nuevamente por las calles de New York -ese es uno de sus encantos: más allá de su monumentalidad ineludible, New York sigue siendo una ciudad caminable-, se me ocurrió que Enric González me había prestado su mirada, esos ojos lúcidos que permiten ver los defectos sin que suponga mengua en el amor; porque vi muchas cosas que nunca antes había visto, mi mirada no suele ser tan filosa.
Ahora González está en Italia, dándome nuevas envidias con sus crónicas sobre el Festival de Venecia para el diario El País. Me hubiese gustado cruzármelo en New York e invitarlo a una cerveza en el Blind Tiger, para sonsacarle nuevas historias sobre la ciudad que amamos sin dar excusas ni explicaciones. New York es tan bella, que la noción de integrarme al rebaño de sus adoradores me tiene sin cuidado.