
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Viendo Enemigos públicos de Michael Mann sentí algo que durante buena parte del film no pude identificar, y que me tuvo oscilando entre el placer y la incomodidad. Hasta que al fin se encendió una luz en la caverna húmeda y tenebrosa de mi cerebro, y comprendí –y desde entonces no hice más que disfrutar hasta el final.
Enemigos públicos (Public Enemies) pertenece a una clase de cine que supo ser la norma en Hollywood –mínima exposición, personajes fuertes que viven al límite, una acción constante que no pasa por las explosiones ni los disparos sino por la puesta en escena-, pero que ya no se hace. Tanto es así, que relacionarnos con un relato semejante nos cuesta trabajo, cuando hasta no hace tanto tiempo (¿los 70?) veíamos esas películas como si fuesen la cosa más simple y natural del mundo.
Hoy lo que pasa por ‘cine puro’ es otra cosa. La sobrecarga de efectos y volumen que es la especialidad del productor Jerry Bruckheimer y del director Michael Bay, la sobredosis de liviandad pop de los hermanos Wachowski (¿Speed Racer? Dios me libre…), los refritos de Tarantino, las variantes chino-coreanas de los géneros que Hollywood supo popularizar. Ya ni siquiera pueden hacer bien las comedias románticas. (Las películas de Judd Apatow son simpáticas, pero como cineasta es apenas competente –una versión exitosa de Kevin Smith.)
Lo único que mantiene vivo el espíritu de los pioneros son las producciones de Pixar, porque al igual que el Hollywood de oro, utiliza un formato mainstream –la película de animación con un target familiar, del mismo modo en que antes se recurría a los géneros-, para subvertirlo desde dentro y llevarlo todo el tiempo más allá de los límites convencionales.
Esto va para largo. La sigo mañana.