Marcelo Figueras
Ayer, cuando se cumplían treinta y dos años de la Noche de los Lápices -el operativo militar que secuestró, para torturar y finalmente matar, a estudiantes secundarios que habían tenido la osadía de reclamar transportes más baratos para sus compañeros-, tuvo lugar un homenaje concurrente: el que el Instituto de Cine argentino (INCAA) y su escuela (ENERC) rindieron a aquellos estudiantes suyos que fueron detenidos y desaparecidos durante la dictadura.
En algunos tramos la ceremonia sonó a reparación histórica. Entregar diplomas de egresados a los hoy adultos Alcides Chiesa y Carlos Martínez, que no pudieron recogerlos en su momento ya que se vieron forzados a emigrar para preservar sus vidas, funcionó como un gesto de justicia poética. Yo creo, sin embargo, que el mejor homenaje fue uno inadvertido, que tuvo lugar justo antes y después de la ceremonia: el que rindió la pantalla vacía del salón de actos, ese rectángulo de blancura hiriente, al hablar en silencio de las imágenes que el estudiante desaparecido Mario Montaner nunca pudo filmar, de las películas que nunca llegaron a ser, de las obras magistrales que nunca conoceremos porque fueron abortadas en el vientre mismo por obra de la más pura sinrazón.