Marcelo Figueras
Una de las circunstancias que pone en juego esa noción de si la vida es o no un negocio, como pretende la vecina de mi amiga Miriam, es aquella en que los padres, tíos o abuelos de uno pierden la capacidad de valerse por sí mismos. Ese es el centro de The Savages, una película escrita y dirigida por Tamara Jenkins que vi durante el fin de semana.
Protagonizada por los enormes Philip Seymour Hoffman y Laura Linney, The Savages cuenta la historia de dos hermanos que deben hacerse cargo de un padre con demencia senil. Jon (Hoffman) es un profesor de secundaria, obsesionado por Bertolt Brecht -lo cual nos remite inevitablemente a las nociones del Teatro de la Crueldad-, tan incapaz de compromiso alguno que sólo se anima a tener relaciones con fecha de vencimiento. (Al comienzo del relato se despide de su amante polaca carente de visa, cuya partida de USA es inminente.) Wendy (Linney) tiene un trabajo administrativo y alienta el sueño de convertir su miserable vida familiar en una obra teatral, como si sacarle jugo artístico a la experiencia equivaliese a redimirla.
Al igual que Jon, Wendy carece de afectos verdaderos: tiene un amante que está casado con otra, pero en el fondo parece más conectada con su viejo perro, bautizado Marley. En Cuento de Navidad de Charles Dickens, Marley es el Fantasma que viene del pasado para incitar a Scrooge al arrepentimiento… y para ofrecerle una esperanza. Manohla Dargis, del New York Times, me sugirió también el parentesco de estos Jon y Wendy con John y Wendy Darling, los niños a los que en Peter Pan se les ofrece la posibilidad de no volver a crecer. Sólo que estos no son ‘darlings’, esto es queridos y queribles, sino ‘savages’: salvajes. La película está llena de estos ecos del pasado que, con una y mil variantes, resuenan a diario en nuestro presente.
Obligados a hacerse cargo de este padre que escribe insultos con mierda sobre la pared, Jon y Wendy hacen lo que muchos: internarlo en un asilo de ancianos. La justificación de sus actos parece inapelable, al menos desde el punto de vista matemático-mercantilista: ‘Estamos haciendo por él mucho más de lo que él hizo por nosotros’, dice Jon. Y quizás tenga razón. La película no da detalles al respecto más allá de las quejas interesadas de Jon y Wendy, que se tienen a sí mismos por víctimas de una crianza negligente. Pero el quid de la cuestión es otro. Las relaciones humanas más agradecidas se construyen sobre una suerte de ida y vuelta en materia de empatías, de gestos, de atenciones. Pero las otras relaciones humanas -esto es, la mayoría- siguen siendo humanas aun cuando resulten totalmente desbalanceadas. Nadie puede dar en medida equivalente a lo que recibe, ni asimilar perfectamente lo que se le da -y lo que se le niega. Y aun así sentimos. Y amamos. Y padecemos. Y disfrutamos. En materia de afectos, las cuentas nunca cierran: cada una de nuestras relaciones podría ser simbolizada por un 4 = 1, o un 2 = 12, equivalencias imposibles en el terreno de las matemáticas pero familiares en el terreno de la vida.
No hay discursos en The Savages, ni grandes confesiones, ni epifanías. Pero a pesar de la brutalidad con que los hermanos se conducen a veces, y de su ilimitada torpeza emocional, lo que cuenta es lo que finalmente hacen. Sí, es cierto que ninguno de ellos se lleva a su padre a vivir con él. Pero en los hechos, acompañan al viejo hasta el final de su viaje. Lo visitan asiduamente en el asilo. Lo sacan a pasear. Y velan a su lado hasta el último minuto. ¿Están haciendo por él más de lo que él hizo por ellos? Probablemente. Así es el amor, así es la condición humana. Comprenderlo es lo que hace posible que, al final del film, entrevean algo parecido a un futuro, por precario que sea -como los hilos que elevan al niño-actor de la obra de Wendy por encima de su triste circunstancia.