Jean-François Fogel
La denuncia del terrorismo es un elemento retórico tan común desde el 11 de septiembre que vale la pena detenerse sobre las noticias que salieron de las computadoras de las FARC, la guerrilla colombiana. Hablo de las tres computadoras recuperadas por las fuerzas armadas colombianas después del bombardeo de un campamento de la guerrilla el 1 de marzo en el territorio ecuatoriano. Más allá de la muerte de Raúl Reyes, número dos de la guerrilla, quedaba pendiente la certificación de la autenticidad del contenido de las memorias de los aparatos. Toda la prensa internacional se hizo eco del asunto al finalizar el chequeo de las máquinas en una doble información resumida por El País de España:
1. Los ficheros encontrados son auténticos documentos y las autoridades colombianas no intervinieron en su contenido.
2. Los documentos demuestran los nexos políticos, militares y financieros entre la guerrilla y las autoridades legales de dos países vecinos, Ecuador y Venezuela.
He puesto la referencia al artículo del diario El País pues su sitio entrega también la reproducción de unos mensajes que involucran obviamente al venezolano Hugo Chávez Frías, líder de la revolución bolivariana, en un intento de derrocar por las armas al gobierno legítimo de un país vecino. Los gritos indignados de Chávez y Correa, su malestar en la cumbre de Lima donde se encontraban Europa y América Latina, no quita nada de los hechos: dos líderes políticos han sido cogidos in fragranti, como escribe Andrés Oppenheimer, del diario el Nuevo Herald de Miami, en actos de cooperación con un movimiento de guerrilleros que se dedican al secuestro y el tráfico de drogas, para no decir nada de matanzas repetidas.
Ahora bien, tal como lo escribe Oppenheimer la pregunta es: ¿qué pasa? ¿Qué hace la comunidad internacional frente a dos jefes de ejecutivos que fomentan el apoyo a un grupo terrorista? ¿Cuáles son las sanciones por involucrarse en operaciones terroristas? Es el momento de preguntarnos si nuestra época habla en serio de la lucha contra el terrorismo o si aceptamos su presencia como un elemento más en el paisaje político. Otra vez hay que releer al Agente secreto, la novela Joseph Conrad. Comprobar cómo su descripción del terrorista que camina por Londres, con la mano en el bolsillo que acaricia el detonador de una bomba, es la descripción de un hombre muy común: "Caminaba frágil, insignificante, andrajoso, abyecto y terrible en la simplicidad de su idea, llamando a la locura y a la regeneración del mundo. Nadie lo miraba. Pasaba insospechado y letal, como una plaga en la calle llena de hombres".
Es lo que pasa con las FARC: el mundo latino sabe que es una plaga que no puede justificar la dimensión supuestamente mesiánica de su actividad. Pero nadie se atreve a denunciar a sus simpatizantes: el 11 de septiembre provoca indignación, las FARC ya no provocan reacciones; tienen un negocio bochornoso pero aceptado de manera inconsciente. Conrad adivinaba la diferencia entre un 11 de septiembre y las FARC en su novela: "Hoy, una bomba, para tener influencia en la opinión pública, tiene que ir más allá de la intención de venganza o terrorismo. Tiene que ser puramente destructiva. Debe ser destrucción y sólo eso, por encima de la más leve sospecha de cualquier otra finalidad."