Marcelo Figueras
Nunca sentí tanta vergüenza ajena en un concierto como el jueves pasado, durante el primer show que Madonna ofreció en Buenos Aires. La mujer estaba lanzada a una versión de su viejísimo hit Borderline. Y como la canción no le brindaba el reparo de las pistas de apoyo ni de las ubicuas coristas, no le quedaba más remedio que exhibir su voz desnuda. Que estaba en pésimo estado. Sonaba al Gallo Claudio de los dibujitos cantando una canción de Elvis Presley. Durante un instante creí que iba a lanzar la guitarra a un costado y decir basta, suspendiendo el show. Pero no. Después de todo estamos hablando de Madonna. La mujer puede perder la voz pero nunca perderá su empuje. Por supuesto, en los diarios del día siguiente no se decía nada del asunto. Para el lector desavisado, el show de Madonna fue pura perfección.
Y sin embargo Madonna remontó la cuesta. Cuando se calzó una guitarra acústica para interpretar dos temas de Evita -You Must Love Me y, en concesión al público local, Don’t Cry For Me Argentina-, la cosa cambió. En primer lugar, porque dejó de forzar su voz para que sonase como a los veinte años y recurrió al tono más grave y más melodioso (mucho mejor que el de los comienzos, al menos para mí) de su mediana edad. Y después porque apeló a algo que hasta entonces había estado ausente del show: la emoción. Hasta entonces, la puesta del Sticky & Sweet Tour se parecía a una clase de gimnasia con música, con Madonna emperrada en demostrar que todavía está en estado físico para bailar y hasta saltar la cuerda en escena. Entonces, al hacer suya la voz de la Eva del musical en un momento de profunda duda (‘¿Por qué estás conmigo? / ¿De qué puedo servirte ahora? Dame la oportunidad de demostrarte / Que nada ha cambiado’, dice, para después saltar a la frase tan simple como ambigua, porque you must love me puede significar tanto una orden, tienes que amarme, debes amarme, como la expresión casi azorada de alguien en presencia de un sentimiento que no se explica del todo: será que me amas), Madonna se exhibió por primera vez como lo que sin duda es: una mujer madura, que ha coronado cimas antes impensadas para un artista y que sin embargo sigue sintiéndose insegura. Seguramente sus dudas son otras que las del comienzo (ahora pasarán, tal vez, por sus fracasos afectivos y las crecientes limitaciones de su físico), pero le otorgaron a su voz una fragilidad que -esta vez sí- era bienvenida, porque ya no expresaba debilidad sino consciencia de sí.
Por supuesto, después volvió a ser la misma de siempre. Más energética que el Demonio de Tasmania, una suerte de madama de burdel del nuevo siglo que llama a la iluminación del alma mientras exhibe las bondades físicas de sus pupilos, siempre más jóvenes que ella -desde los hiperkinéticos bailarines hasta los cantantes que interactuaban con ella vía vídeo: Britney, Justin, Kanye West, Pharrell Williams. Y como era inevitable, convirtió el estadio de River Plate en la discoteca más grande del mundo. Lo que está muy bien, en especial si uno tiene 20 años -lo cual no es su caso, ni el mío.
A mí me gustaría ver más de la Madonna que vi en You Must Love Me.