
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
La única manera de dejar atrás la violencia es renunciar a ella. A conciencia. Una elección que debe ser personal para después proponerse como camino colectivo, pero nunca al revés.
Por supuesto, no imagino que en momento alguno llegaremos a suprimir el impulso violento de nuestras almas. La crispación estará siempre. El miedo estará siempre. Si hay algo que abunda son sembradores de esta semilla ponzoñosa. Pero creo sinceramente que si se nos educase para el diálogo y el entendimiento (dicho esto desde una sociedad que nos educa para competir, si es necesario sacando ventaja y si es imprescindible, aplastando), nuestras perspectivas mejorarían sustancialmente.
Estarán pensando: ¿de qué sirve una sociedad pacífica y pacifista en un mundo hiperviolento? Así puesto, suena a receta para el desastre. ¿A manos peladas ante Corea del Norte, los ex KGB, el golpe de Estado interno de Irán, las potencias imperialistas, las mafias de la droga, la industria armamentista? El problema estalla cuando sobrevivir, o sea durar, y vivir bien, se convierten en opciones opuestas. Yo al menos soy de los que prefiere vivir bien a vivir más. Y aunque tengo domicilio en un mundo que no alienta la esperanza, de todos modos encuentro signos alentadores. El espectáculo de los cientos de miles de iraníes marchando en silencio (insisto: en-si-len-cio) por las calles de Teherán me puso la piel de gallina. Ojalá hubiese ocurrido algo así en el 76, cuando nuestro golpe militar. Pero no ocurrió. Y entonces los militares supieron que tenían carta blanca para el genocidio.
¿Logrará algo la oposición iraní? Tal vez no. Pero cuando uno pone el cuerpo está buscando algo que va más allá del resultado político. Está tratando de expresarse, de decir ‘este soy yo, esto pienso, en esto creo, este es el mundo al que apuesto’. Aunque sea lo último que haga, porque a todos nos tocará producir un último gesto y ese es preferible, al menos para mí, que sucumbir en lo profundo de mi madriguera o dopado en un geriátrico.
Como sugería Alberto (dicho sea de paso, gracias a todos por su input: prometo leer Fundación, buscar el texto de Friedrich Hacker y visitar sus blogs), hace ya mucho que la humanidad no evoluciona. Acumulamos información pero no evolucionamos, dice Alberto: somos el mismo salvaje de siempre, sólo que en vez de garrote tenemos en la mano el disparador de una bomba nuclear. Por eso mismo el salto cualitativo se vuelve perentorio, porque especie que no evoluciona involuciona. Y sería más conveniente extinguirse formando parte de una rama de la especie que intentó ir a más, que seguir formando parte de esta manada de costumbres virales.
Lo único indiscutible es que las cosas han salido tan mal en este último siglo, que la de utopista se convirtió en una profesión insalubre. Hasta el pobre H. G. Wells, que empezó su carrera de escritor con relatos sobre mundos futuros esperanzadores, pasó a anticipar lo peor (su libro The Shape of Things to Come vaticinaba la Segunda Guerra y sus bombardeos aéreos) y de allí a solicitar, en su vejez, que escribiesen en su lápida el siguiente epitafio: “Yo se los dije. Malditos idiotas”. (‘I told you so. You damned fools’.)
El martes encontré una foto maravillosa y terrible en la edición online del New York Times, que no reproduzco aquí para no vulnerar derechos pero que los aliento a buscar. Tomada por Muhhammad Muheisen de la agencia AP, muestra a un niño palestino de un campo de refugiados de Ramallah. Fuera de cuadro se intuyen otros dos niños, que agitan armas de juguete en sus narices –armas que entran en cuadro como sombras.
La mirada de pavor de ese niño en presencia de armas de juguete expresa todo lo que yo querría decir, y más. Porque está claro que el niño sabe que los otros también son niños, y que sus armas son de plástico. Pero esas piezas de juguete representan otra cosa, algo real, que el niño ya ha aprendido, y de la peor manera, a temer.
La violencia seguirá en nosotros mientras sigamos sintiendo pánico, y peor aun: mientras encontremos razonable producirle pánico a otros. Konrad Lorenz decía que nos hicimos violentos en los albores de la especie, cuando el mundo todo nos asustaba. Ahora no hay más tormentas atribuibles a dioses furibundos ni tigres dientes de sable, pero seguimos tan asustados como nuestros predecesores.
A nada le tememos más, ni con causa más fundada, que al hombre mismo.