Marcelo Figueras
Me gustó ver a Michelle Pfeiffer en Desde el Actor’s Studio, el programa de entrevistas que conduce James Lipton y emite aquí Films & Arts. Siempre tuve debilidad por esa mujer: bella y buena actriz como pocas -una alquimia tan difícil como inestable.
Después de una temporada en la que estuvo desaparecida, Pfeiffer retornó con películas como Stardust y Hairspray, donde brilla, entre otras cosas, porque a pesar de que ha madurado no arruinó su precioso rostro con estiramientos, botox o relleno quirúrgico; de hecho, en Stardust hasta se atreve a aumentar la cuenta de sus años hasta 5000, personificando a una malvada bruja dispuesta a hacer cualquier cosa -he aquí la broma- por recuperar su juventud.
El envarado Lipton repasó su carrera deteniéndose en algunos hitos obvios: la Elvira de Scarface, la inolvidable Susie Diamond de The Fabulous Baker Boys, la Gatúbela de Batman Returns. Para mí gusto se salteó algunas películas que encuentro memorables, como Into the Night -una comedia de John Landis en la que se volvía inevitable enamorarse de ella, aun cuando amarla supusiese una invitación al peligro- y la divina Ladyhawke, donde encarnaba a la mitad de una pareja de malditos. Hechizada por un obispo celoso que ansiaba separarla de su amante, Isabeau (Pfeiffer) era un halcón durante el día, y al caer el sol recuperaba su forma humana… en el preciso instante en que su amado Etienne (Rutger Hauer) dejaba de ser hombre para convertirse en lobo hasta el nuevo sol. ¿Quién no lo arriesgaría todo como lo hace Etienne, tan sólo por una oportunidad de verla nuevamente?
Tampoco habló Lipton de La edad de la inocencia, que estrenó en Venecia hace algunos años. Yo estaba cubriendo el festival para Clarín, y apurándome para llegar a tiempo a la sala casi me la llevo por delante. No era precisamente la manera en que había fantaseado encontrármela, pero me habría proporcionado una broma a la que todavía seguiría sacándole jugo: podría haber dicho que Michelle Pfeiffer cayó a mis pies… aunque por todos los motivos equivocados.
Respondiendo a la pregunta de uno de los alumnos del Actor’s Studio, Pfeiffer se refirió a una parte del proceso artístico que, al menos para mi gusto, suele ser soslayada. Se dice que uno se dedica al arte por vocación, por dinero, por ansia de fama. Sin negar nada de lo anterior, también es cierto -y muy importante- que el proceso de creación artística también nos da la posibilidad de curar ciertas heridas. ‘Puede contribuir a la sanación’, dijo ella, y yo concuerdo. Esa es una de las bendiciones de nuestro trabajo: que nos otorga la posibilidad de entender lo que de otra manera no habríamos entendido, o de cicatrizar lo de que otro modo se habría infectado, mediante el proceso de prestarle el cuerpo a un Otro imaginario (como hacen lo actores) o de ponerse en espíritu en su piel -como además de los actores hacemos, o deberíamos hacer, los escritores y los directores.
Bella e inteligente, eso estaba claro. Pero además, sabia.