Marcelo Figueras
Lo confieso: soy un fanático de las premiaciones. Tengo alguna excusa más o menos articulada para explicar por qué sigo viendo año tras año la entrega del Oscar, pero mi mujer ya frunce el ceño cuando pretendo que la importancia de los People’s Choice Awards y los homenajes del American Film Institute y hasta los MTV Movie Awards revisten una significación a la que no puedo permanecer ajeno. La verdad es que no tengo explicación para el asunto. Es cierto que me gusta ver clips de las películas que todavía no pude ver –yo soy de los que llega temprano al cine porque si se pierde los trailers se pone de mal humor-, y que valoro la oportunidad de oír a ciertos artistas decir sus propias líneas, y que disfruto del show que se prepara para la ocasión. En esencia, supongo que lo que más me atrae es el espectáculo del triunfo. Quiero ver ganar a mis favoritos, claro, el asunto tiene mucho de competencia deportiva. Pero ante todo, quiero ver ganar. Me gusta ser testigo de la alegría, de la emoción, compartir aunque más no sea de modo vicario un instante claramente excepcional de esa vida. ¿Quién de nosotros, tenga o no que ver con el cine, no ha fantaseado alguna vez con levantar la estatuilla y responder a los aplausos diciendo you love me, you really love me?
El lunes vi la entrega de los Golden Globe de cabo a rabo. (Comenzando con el show de la alfombra roja, por supuesto.) El asunto es mucho más informal que el Oscar, en virtud es una cena y todo el mundo está saltando de una a otra mesa intercambiando saludos. Pero tiene la ventaja de que premia también la producción televisiva, que para ser sinceros en los últimos años se ha vuelto infinitamente superior a la de Hollywood. Los resultados en este rubro no fueron gran cosa (a mí Grey’s Anatomy no me mueve un pelo, aunque disfruté el premio dado a la versión made in USA de Betty la fea porque cualquier cosa que hace feliz a Salma Hayek me hace feliz a mí), pero al menos tuve la satisfacción de ver a Evangeline Lilly, la chica de Lost, con un vestido de noche que no me hizo extrañar su habitual atuendo de mujer-perdida-en-isla-desierta. (Dicho sea de paso, ¿cómo puede ser que semejante diosa esté de novia con un hobbit?)
Por lo demás, me gustó que ganase Babel como mejor película aunque más no sea por el hecho de que, seamos honestos, aún con sus defectos es muy superior a sus competidoras. The Departed es un Scorsese menor aunque la crítica pretenda equipararla a Goodfellas, Little Children no está mal pero tampoco es para tanto, The Queen es simpática pero intrascendente y Bobby ha sido masacrada por la prensa con tal unanimidad que resulta difícil creer que se trate de una obra maestra incomprendida.
Me pareció un disparate que Clint Eastwood ganase el premio a la mejor película extranjera, aún comprendiendo que Letters from Iwo Jima está hablada en japonés: ¡se trata de una película financiada y dirigida por estadounidenses! Este asunto es tan absurdo como si yo produjese y filmase una película en Buenos Aires pero hablada en inglés y pretendiese competir por ello en la categoría principal de los Oscar. El Globo se lo tendría que haber llevado Almodóvar, que es extranjero de verdad. También lamenté que no ganase Penélope Cruz, que en Volver está estupenda. Pero entristecerse por haber sido vencido por Helen Mirren es como deprimirse por haber salido segundo en un concurso de arquitectura en el que participaba Dios.
Ahora que releo lo que escribí creo que el motivo por el que veo tantas premiaciones se ha vuelto más claro: porque me permite ser frívolo sin culpas y al mismo tiempo defender causas justas y hasta perdidas, con ímpetu de paladín. Así somos: una mezcla entre lo más bajo y lo más excelso, en equilibrio inestable y en constante batalla por el dominio de nuestra alma.