
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Y ya que arrastramos las crucifixiones desde el post de ayer, ¿no les parecen criminales las palabras de Ratzinger en Africa, diciendo que lejos de impedir la propagación del sida, los condones la empeoran?
Siendo el sida uno de los mayores flagelos de ese continente (un podio al que ya es difícil acceder, en competencia con el hambre, la violencia étnica y los genocidios por causas políticas), ¿no equivale el repudio a los condones a una incitación en simultáneo al suicidio y al homicidio? Todos los africanos que por buena fe traten de obedecer a Ratzinger, quedarán expuestos a infectarse y, una vez infectados, a transmitir el mal a sus ocasionales parejas –y también a sus hijos.
No voy a caer en la trampa de sugerir que la jerarquía ecleasiástica debería estar a la altura de los tiempos, porque me sé la respuesta de memoria: la Iglesia, dirán, se relaciona con el tiempo humano desde una perspectiva que no es ni debe ser la secular. Pero lo que sí puedo exigirle es que no envíe alegremente al muere a millones de personas a causa de un dogma que no sólo es discutible (tantas veces he leído los Evangelios sin encontrar precepto alguno sobre los condones), sino que además se da de patadas con el principio, este sí esencial, de amar al prójimo como a ti mismo.
Condenar a muerte a un ser humano con la excusa de salvar su alma es una hipocresía.