
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Para persuadirnos de que todo entra, o al menos podría entrar teóricamente, en la película Historias extraordinarias, Llinás emplea dos procedimientos. Al primero lo podríamos denominar paraliterario, y pasa por la omnipresente voz en off. Recurso vilipendiado en el cine -es de esas cosas que se supone que no hay que hacer, aunque a mí me encante-, las voces que narran Historias extraordinarias (que son tres, así como sus protagonistas) la recorren de punta a punta y no se ausentan casi nunca. En la película casi no hay diálogos: la palabra está en boca del narrador, o más bien de los narradores. Su tono es casi tan importante como sus palabras: adopta una actitud de OK, les voy a contar una(s) historia(s) que crea complicidad con el espectador a la vez que nunca se desdice. Es decir, nunca establece que va a dejar de contarnos historias. En este sentido, da por sentado de que aunque el film-punto de luz se apague las historias continuarán, porque como dice el doctor Manhattan en Watchmen, nada termina nunca.
El segundo procedimiento es puramente cinematográfico y pasa por la (re)contextualización de la cita. En los episodios que utiliza para recrear una imagen icónica de The Searchers de John Ford o meterse en el país de Truffaut -uno de los capítulos se llama Las dos hermanas, parafraseando el título y el triángulo de Las dos inglesas-, Llinás parece sugerir que John Wayne está vivo y vive en Pehuajó, o bien que cualquiera de nosotros, por impresentable que luzca ante el espejo, puede ser Jean-Pierre Léaud. Ya está claro que las películas de la historia han entrado en nosotros. Quizás sea este el momento de entender que llegó la hora de que nosotros entremos en las películas.
Por supuesto, la película no es perfecta. (No podría serlo por definición. El Aleph del cuento ni siquiera es el verdadero, del mismo modo en que Historias extraordinarias tampoco es la versión ideal de Historias extraordinarias.) Leí por ahí que un cineasta extranjero dijo que no estaba bien filmada. Claro que no lo está. ¿Quién podría filmar bien con un presupuesto de cuatro pesos con veinte? En el sentido más llano, la película se ve ‘fea’ y su luz suele ser ‘opaca’. Pero Historias extraordinarias funciona en un sitio que está más allá de las predilecciones estéticas. Como ante un cubo de Rubik, lo que cuenta no es si llegamos o no a igualar los colores de sus caras sino la perfección del mecanismo. Imagino que los prototipos de televisor deben haber sido cajones toscos que reproducían imágenes borrosas, pero la gracia estaba en juzgar no tanto lo que mostraban, sino su potencialidad.
Habrá, por cierto, quien crea que Historias extraordinarias no hace honor a su nombre. Lo extraordinario es el film en sí mismo.