Marcelo Figueras
Salí de ver Rachel Getting Married (o La boda de Rachel como le han puesto en España, por donde pasé días atrás) tan conmocionado, que varias cuadras más allá del cine me puse a llorar como un idiota. Al comienzo no entendí la reacción retardada, pero enseguida me cayó la ficha. Pasaba por delante de un negocio de muebles y chucherías orientales, llamado Piedra de Luna. De algún modo la música que puebla Rachel volvió a mi cabeza -de un registro sonoro de las culturas orientales a otro decorativo-, y mis lagrimales reaccionaron en consecuencia. La cabeza nos tiende trampas tan bonitas, a veces…
Rachel Getting Married es una película muy simple. Dirigida por Jonathan Demme (que además de la notoria The Silence of the Lambs ha hecho pelis tan pequeñas y bonitas como ésta, aunque no tan sentidas: por ejemplo Something Wild) y escrita por Jenny Lumet (la hija de Sidney, que obviamente algo aprendió del director de Network y de Serpico), Rachel cuenta lo que ocurre cuando -está de más decirlo- Rachel se casa y su hermana Kym (Anne Hathaway) sale de su clínica de rehabilitación para acudir a la ceremonia. Por cierto, la familia de Rachel está lejos de ser convencional. Ella se casa con un músico negro, su blanquísimo padre se ha casado en segundas nupcias con una mujer negra y los amigos e invitados -en su mayoría vinculados, también, con la música- parecen salidos de un anuncio de Benetton: los hay de todas las etnias y colores, unidos por la práctica de la misma tolerancia y el cultivo de un espíritu de bonhomía. (Hace cuánto que no usaba esta palabra. Se ha convertido en un vocablo propia de la ciencia ficción…) El hecho es que, por debajo del festival de las buenas ondas, yace una trágica historia familiar que todos conocen y sobre la cual pretenden, en el espíritu de la fiesta, surfear sin caerse. Pero claro, allí está Kym…
Con una vida que se parece más a un diccionario de heridas que a una biografía, Kym es el recuerdo encarnado de lo que todos querrían olvidar. Y al principio ese deseo de enterrarla es compartido por el espectador. Durante el ensayo de la ceremonia, por ejemplo, el torpe discurso de Kym hace que creamos que es el monstruo que aparenta: totalmente incapaz de pensar en nada más allá de ella misma, en busca desesperada de atención, sugiriendo que su desgracia la pone por encima de todos como una especie de medalla al coraje, Kym parece en efecto irredimible. Pero con el correr de las horas, y la aparición de la madre de ambas, Abby (Debra Winger), el verdadero mapa de la tragedia queda develado, sin subrayados melodramáticos ni explicaciones innecesarias. La actuación de Anne Hathaway -por completo devastadora- dice todo lo que es necesario decir. Pocas escenas más desgarradoras que las que muestran el esfuerzo que hace por participar de la celebración y de la danza, para ser reclamada de inmediato -expulsada del espíritu comunal, si se quiere- por los demonios que no dejan de acosarla.
Rachel Getting Married es una película sobre las cosas que salen mal aun cuando queremos hacer bien, y sobre las cosas que hay que hacer para sobreponerse a esos fracasos, a esas pérdidas. O mejor: es una película sobre las cosas que salen bien aun cuando todo ha salido mal -algo sobrevive siempre al fuego si se ha sembrado amor a tiempo. En esencia es un film sobre la familia, y sobre lo espantosamente preparada que está cierta gente para probar esa clase de asociación. Creo que desde Ordinary People de Robert Redford, es decir desde el personaje que allí interpretaba Mary Tyler Moore, que no veo una madre más gélida y prescindente que la Abby de Debra Winger.
Aquí no hay efectos especiales ni grandes estrellas ni 3-D. Hay sólo una cámara, actores maravillosos y una historia que habla de esas cosas que nos atraviesan a todos -en especial cuando, estando tan lejos de casa, estamos más sensibles que nunca.