
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Por supuesto que las polémicas son necesarias, y más aún en un país tan hipócrita como el nuestro. Pero habiendo tantos temas que sería imperativo discutir, ¿por qué embarcarse en discusiones que no llevan a nada? "Conservadores" versus "vanguardistas"… ¿Me están hablando en serio? Las únicas vanguardias que modifican algo son aquellas que operan sobre el cuerpo central de un movimiento cultural o político, y el cine hace ya mucho que quedó relegado a los márgenes. En su forma tradicional (el concepto mismo de ‘film’ o ‘película’, la exhibición, el modo de leer la obra, su impacto social), el cine todo, y muy en particular el cine que se concibe como pura expresión artística, ha resignado el lugar de relevancia que ocupó durante tantas décadas.
Hoy en día, cuando la corriente nos lleva a la playa de la narrativa sobre soportes electrónicos (TV, internet, teléfonos, pero también e-Books con todas las -novedosas- potencialidades que ofrecerá al -nuevo- lector ), el cine está en trámite de convertirse en apenas un río más de los muchos que vierten sus aguas en el océano de la narrativa visual. En el mejor de los casos, alguna de sus películas obtendrá la misma relevancia de una buena novela: ni más ni menos. Pero aunque le echemos dentro el vino más fresco, nada cambiará el hecho de que el odre que lo contiene -la forma novela, la forma film- es ya viejo y nunca desandará el tiempo.
Lo cual despoja a los cineastas de la posibilidad de reírse de los novelistas. Tanto unos como otros están abocados a formas venerables del arte. (Venerables, por cierto, en el mismo sentido en que son venerables los ancianos de la tribu.) La muestra más palmaria de hasta qué punto el formato cine se volvió conservador por definición está a la vista en la obra de los ‘vanguardistas’ del cine argentino de hoy, que en su mayoría refritan búsquedas formales que ya transitaron en su momento -y con muchos mejores resultados, habría que decir- los cineastas de los años 60. Parece irónico, pero es literal: los jóvenes viejos de hoy son mucho más viejos que los de la época de Rodolfo Kuhn.
‘Cineasta de vanguardia’ ya es un oxímoron. Cuando la presunta vanguardia sólo llega a la familia y los amigos (lo cual incluye a los amigos que escriben las críticas en los diarios y también a los que forman parte de los comités preseleccionadores de los festivales, por cierto), ya no es vanguardia. Es apenas una de las formas más irrelevantes de la política cultural, aquella que se convence de que ocupar ciertos espacios equivale a obtener una preminencia que están lejos de tener en la vida real. (El problema estalla cuando el artista empieza a creerse lo que los medios dicen de él. Y se torna grave, hasta límites terminales, cuando el hecho de resultar consagrado en medios tan comerciales como políticamente reaccionarios no le suena a contradicción, ni lo mueve a cuestionarse si algo no olerá a podrido en Buenos Aires.)
Las seudo vanguardias también funcionan como una forma poco ortodoxa de terapia, apuntada a convertir las inseguridades en marca de personalidad. Sirven para que alguna muchachada se codee satisfecha, sí, en el más puro estilo futbolero del nosotro somo lo má mejore y la tenemos más larga, pero por cierto, no para construir una obra trascendente. Cosa que, por cierto, están mucho más cerca de tener aquellos que habrían resultado agredidos aquella noche en Villa Ocampo (Martínez, Birmajer, y más aún Martini) que los presuntos agresores.
Esta es otra de las marcas distintivas de las verdaderas vanguardias: distinguir claramente quiénes constituyen sus verdaderos adversarios, y dirigir sus energías en esa dirección.
Parafraseando a Kundera: la vanguardia está en otra parte.
(Continuará.)