
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
De acuerdo a la crónica de Silvina Friera, se armaron grosso modo dos bandos: el de los ‘conservadores’, que de algún modo coincidía con el de los escritores (Birmajer, Martínez, Sacheri); y el de los ‘vanguardistas’, donde revistaban los cineastas jóvenes encabezados por el gurú Llinás (por momentos inescrutable, sugieren muchos, como todo gurú que se precie) y azuzados por el moderador de la charla, Adrián Cangi. (A quien muchos testimonios, además del de Friera, coinciden en describir como alguien con más afinidad por la inmoderación que por su opuesto especular.)
Por supuesto, a la distancia resulta fácil coincidir o disentir con algunos de los conceptos que circularon, tanto de un bando como del otro. (Por favor no olviden que el testimonio central con el que cuento es el de la crónica de Silvina, publicada ayer lunes en Página 12.) Podría decir que, de existir en efecto, la diferencia ontológica entre un libro y una película que suscribió Birmajer me tiene sin cuidado; me interesa más el campo común a ambos lenguajes que sus diferencias, y por ende tiendo a coincidir con Cangi (Friera dixit, insisto) a la hora de no encontrar "distinción tajante del régimen de la escritura en el campo textual y en el campo fílmico". Mucha gente confunde la escritura cinematográfica con la redacción del guión, y esto es un error: lo que ‘escribe’ el ‘texto’ cinematográfico es la cámara con sus encuadres y movimientos, y lo que dota a ese ‘texto’ de su puntuación es, en todo caso, la edición.
Como Llinás, creo también que un cineasta es tan artista como un escritor o un pintor: todos están, o deberían estar, igualmente preocupados por desbrozar la materia de su(s) lenguaje(s), para aprender a dominarlo(s) o cuanto menos a arriar su caos rumbo al valle de las nuevas direcciones expresivas. (Durante la charla de la que participé, sin ir más lejos, hubo una intervención de la escritora María Negroni en esta misma dirección, que a mi juicio fue lo más atinado de la noche.) Me sumo, por cierto, a la melancolía que expresó Llinás ante la peregrina idea de "compartimentar que una cosa es el cine y otra la literatura, cuando puede ser visto como un campo infinitamente común".
No tengo duda que, de haberme quedado en la Villa Ocampo, me habría enzarzado en la disputa. Soy un bicho de sangre caliente como el que más. Pero por fortuna (gracias Bruno, hijo mío) me vi forzado a irme y, así, a conservar una distancia del asunto que me permite lamentar el giro que tomó la polémica en la dirección árida, casi futbolera, de las falsas y por ende inconducentes antinomias.
(Continuará.)