
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
El sábado pasado, apenas regresado de la provincia de Misiones (donde estuve filmando un documental sobre el que hablaré en otra ocasión), llegué a la Villa Ocampo bajo una lluvia digna de Cumbres borrascosas. La mansión, que supo ser la casa de Victoria Ocampo y recibir visitantes como Graham Greene, Federico García Lorca e Igor Stravinsky, no puede ser hoy sino un escenario intimidante para cualquier artista que llegue allí en condición de tal. Y esa noche (literalmente) de brujas fuimos muchos los que peregrinamos a la casa, con la excusa de recrear el venerable y casi perdido arte de la tertulia: un encuentro de gente decidida a conversar y también a debatir sobre el ser y el deber ser de sus particulares disciplinas. En este caso, la convocatoria orquestada por Mariana Sandez y Gabriela Adamo era precisa: se trataba de reunir gente que provenía del cine y de la literatura –o, como en mi caso, de ambos mundos a la vez- y producir la chispa que diese lugar a una conversación que, aunque no llegase al nivel de las que deben haber tenido lugar en la Villa Ocampo, tratase de elevarse por sobre la medianía de estos tiempos.
Me tocó compartir el sillón y la charla con una escritora: Claudia Piñeyro, la autora de Las viudas de los jueves, y con varios cineastas: Sergio Renán (autor de notables adaptaciones de Mario Benedetti –La tregua- y Haroldo Conti –Crecer de golpe-, entre otras), Juan Villegas, Santiago Palavecino y Manuel Ferrari. Además se arrimaron al fogón el escritor Juan Martini y los cineastas Bebe Kamín y Héctor Olivera, director de una de las mejores películas del cine argentino, en este caso adaptada de un libro de Osvaldo Bayer: La Patagonia rebelde. Durante la hora que pasamos conversando, las ideas se complementaron y se evitó aquello que yo estaba decidido a tratar de evitar: la falsa antinomia entre escritores y cineastas, o si prefieren, entre devotos de la literatura y del cine.
Como había ido hasta allí con mi mujer y mi hijo más pequeño (cuando uno pasa algunos días lejos de casa, se niega a despegarse de los suyos aunque sea por un par de horas), no me quedó demasiada opción. Bruno estaba fastidioso, me la pasé escuchando sus quejas durante toda la charla. Si no me iba entonces la cosa iba a empeorar para todos los involucrados. Así que ofrecí mis disculpas –tenía muchas ganas de quedarme a escuchar la charla siguiente y conocer a Mariano Llinás, cuya peli Historias extraordinarias me encantó, tal como expliqué en su momento y en este mismo lugar- y, munido de mujer, niño y paraguas, emprendí el regreso a casa.
Si he de dar crédito a la crónica que publicó hoy lunes Silvina Friera en Página 12, me perdí lo mejor. Porque en la charla que sobrevino después parece haber estallado la polémica, con agresiones y todo.
(Continuará.)