Marcelo Figueras
Los argentinos que quieren ver televisión a la hora de la cena se enfrentan a un grave problema (y si no tienen servicio de cable, ni les digo): la sobreabundancia de estupidez. Una vez terminados los noticieros, los canales de aire locales se dedican a los concursos de baile, o a discernir quién logra atravesar o no un muro de telgopor -no lo estoy inventando, se los juro- o a los culebrones latinoamericanos. Hasta no hace mucho yo recalaba un rato en un programa llamado RSM (la sigla de Resumen de los Medios), pero el título de la emisión terminó por volverse profecía autocumplida y ahora lo único que hace es refritar las estupideces que ocurren en los otros programas. Y yo que me paso la vida esquivando personajes como la Tota Santillán (un animador de veladas cumbieras), Belén Francese (sex symbol de cabotaje que acaba de editar… un libro de poemas) y Karina Jelinek (otro sex symbol de escaso wattaje, que cuando se le presentó la opción entre Ortega y Gasset eligió a Gasset), no quiero que me los mezclen en el guiso como si fuesen ingredientes nuevos. Para peor, todas las series buenas han terminado sus temporadas. (Gracias a Dios por HBO y The Wire…) En estos días, lo que hago para entretenerme es ver ¡por segunda vez! las tres temporadas de Veronica Mars…
Por fortuna este páramo encontró un alivio en el canal de cable I-Sat, que ahora emite de lunes a viernes a las 21 Late Night with Conan O’Brien. El programa es un clásico de los talk-shows nocturnos de los Estados Unidos: emisión en estudio, banda en vivo, monólogo de apertura, dos breves entrevistas en el piso y músicos invitados para el cierre. Un formato que allí es más común que el agua -definido por Johnny Carson y establecido, entre otros, por David Letterman y Jay Leno- pero que en Latinoamérica es bastante inusual, a excepción de los shows de Roberto Pettinato en la Argentina y de Ya es mediodía en China del canal Sony.
O’Brien empezó escribiendo para Saturday Night Live. Entre 1991 y 1993 -la época dorada, para mucha gente- fue productor y guionista de The Simpsons. Ese último año debutó como conductor de Late Night reemplazando nada menos que a Letterman. Sus comienzos no fueron nada auspiciosos. El pobre de Conan se veía tan nervioso y fuera de lugar, que la misma presentación del show -una animación- lo mostraba sudando y tirándose del cuello de la camisa. Es verdad que sigue siendo un hombre extraño: altísimo y con una indomable mata de pelo rojo, se mueve de tal forma que uno busca los hilos de fondo para entender si está o no viendo un episodio de Capitán Escarlata. Pero por lo menos no perdió nunca el sentido del humor respecto de sí mismo. Cuando el show cumplió una década en el aire, Mr. T le regaló una cadena de oro con el número 7. O’Brien le recordó que celebraba 10 años, Mr. T le recordó que ‘sólo había sido gracioso durante siete’.
Sus monólogos y su presencia en cámara siguen haciéndome reír. Por lo demás, preferiré toda la vida ver una entrevista a Michael Caine, Gary Oldman o Liam Neeson que a la Tota Santillán hablando de sus romances.
Gracias a I-Sat y a Conan O’Brien, pues, por hacer más llevaderas mis noches.