
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Todos los elementos reconocibles de la narrativa de Rodrigo Fresán están presentes en El fondo del cielo. (Aquí va otro que no mencioné antes, y que también puede ser predicado de esta nueva novela: cada relato de Fresán representa, a su manera, una puesta al día de las clásicas preguntas sobre por qué escribimos, y por qué leemos.)
Y al mismo tiempo El fondo del cielo es otra cosa. Algo distinto, lo cual que no necesariamente significa opuesto, ni mucho menos contradictorio. Lo clásico y lo novedoso en Fresán se amalgaman aquí con naturalidad, del mismo modo en que, desde hace ya décadas, palabras en apariencia opuestas como ciencia -con su predilección por lo comprobable- y ficción -con su predilección por lo inefable- se combinaron para crear un género nuevo y abrir puertas en la mente donde antes había sólo muros.
El fondo del cielo es una novela que responde no a una lógica cartesiana, sino cuántica. (No es casual que entre los agradecimientos exista uno dedicado a una de las figuras de la física moderna: el científico Hugh Everett.) Así como la física cuántica sostiene que una llave de luz puede estar encendida y apagada en simultáneo, El fondo del cielo sugiere a la vez un Fresán puro y un nuevo Fresán.
Sin embargo Fresán no recurre a la física cuántica para explicar esta paradoja, sino a una de las maneras más primitivas concebidas por el hombre para explicar el universo y su rol en ese océano: el misticismo. Dado que dos de los tres protagonistas se apellidan Goldman y Leventhal, la nociones cabalísticas se tornan inescapables.
Una de esas nociones se denomina Tzimtzum, y es definida como una constricción de sí mismo que Dios produce voluntariamente. Una libre renuncia a la infinitud divina, que el Todopoderoso pone en práctica por una razón tan simple como inapelable: para hacer posible la existencia del Otro. En todos los años que llevo abocado a estos asuntos, he encontrado pocas definiciones que sirvan mejor de norte a cualquier narrador: se trata de saber restringirse, de renunciar a querer llenar todos los espacios, para hacer posible la existencia de ese Otro que es el Lector.
El segundo concepto se llama Tikkun Ra, o "la reparación del mundo", según el cabalista español Abraham Abulafia. La Luz Divina de Dios habría estado contenida originalmente en una o más vasijas que terminaron rajándose por obra del mal, y derramando su tesoro. Al caer sobre el mundo, esas astillas divinas invirtieron su carga y se transformaron "en todo lo terrible y monstruoso que ha sucedido desde entonces". "Los místicos -prosigue Fresán a través de Isaac Goldman- sostienen entonces que la tarea de los hombres consiste en reunir esos malignos fragmentos mediante buenas acciones. Reconvertirlos en materia benéfica e ir ensamblándolos como si se tratara de una estatua rota hasta recuperar el todo original. El bien perfecto".
En El fondo del cielo Fresán encontró algo que le permitió reunir todas las piezas de su narrativa y ensamblarlos en una novela sin fisuras.
Es que El fondo del cielo es, más allá de la parafernalia, una historia de amor.
Por supuesto, no esperen encontrarse con un amor de características convencionales. ¡Estamos hablando de Fresán! Lo más parecido al romance que encontramos en la novela es puro Jules et Jim, un triángulo entre dos muchachos y una mujer innominada –menage a trois que, en este caso, permanece inconsumado. (Por lo menos en los universos de los que la novela habla…)
Más bien se trata del otro amor: el amor místico, esa fuerza capaz de reunir los fragmentos malignos y restaurar el bien original. Las religiones del mundo fracasaron de la manera más estrepitosa a la hora de defender su existencia y predicar su necesidad; a esta altura de la Historia, lo más probable es que la ciencia termine saliendo en su rescate. Después de todo el mal es digital, binario: sólo puede romper lo que está sano y corromper lo que es puro. Pero el amor, esta clase de amor, es cuántico, porque puede hacer que aquellos que están rotos y se saben impuros accedan a otro estado del alma, aun cuando sus pies sigan hundidos en el barro.
Además de la ciencia, de Abulafia y demás cabalistas, el amor místico no ha tenido mejor aliado a lo largo de la Historia que el arte en general y la narrativa en particular. ¿Cuántas novelas maravillosas han sido concebidas en este estado de exaltación? Pienso en David Copperfield, en The Adventures of Augie March, en A Prayer for Owen Meany, en The English Patient. Y a partir de ahora, claro, pensaré además en El fondo del cielo. Al poner en el centro de su historia un instante tan fugaz como íntimo (dos muchachos jugando en la nieve, una chica que los mira desde la ventana), y pretender que ese instante alcanza para contrarrestar todos los apocalipsis, Fresán nada a contracorriente del pesimismo imperante y responde en simultáneo a la pregunta del por qué escribimos, por qué leemos -y quizás por primera vez, por qué vivimos.
Hacemos todo eso para crear momentos de belleza que, como las estrellas, seguirán brillando cuando ya no estemos.