Lluís Bassets
Se acabó la revuelta ciudadana de Hong Kong. Ha durado 75 días. Aparentemente sin ningún resultado para los millares de manifestantes que han ocupado algunas calles de la ciudad en protesta por las restricciones a la democracia impuestas por el régimen comunista de Pekín. Los dirigentes chinos pueden respirar aliviados respecto a sus planes para la excolonia británica. El Gobierno chino seguirá con su propósito de filtrar a los candidatos en las próximas elecciones de las que saldrá el presidente del gobierno de Hong Kong. Aunque estarán abiertas al sufragio universal, quien salga elegido deberá contar con el beneplácito del Partido Comunista.
El régimen no se anda con bromas y no va a permitir que en una parte del territorio bajo su soberanía prolifere el mal ejemplo de unos gobernantes que no se sometan a su autoridad. Esto es lo que querían los manifestantes y lo que les obligará a replantear su estrategia a largo plazo: saben que si no defienden sus derechos ciudadanos los burócratas de Pekín terminarán controlándoles como hacen con el resto de China bajo su directa administración.
En Hong Kong ha resurgido el mismo impulso que llevó a los estudiantes chinos a ocupar Tiananmen en 1989, que es el año de las revoluciones anticomunistas en Europa y el fantasma que todavía atormenta a los dirigentes comunistas. En el cuarto de siglo transcurrido han pasado muchas cosas, pero una de las más relevantes es precisamente la proliferación de revueltas de este tipo en todo el mundo, bien en demanda de democracia cuando no la había o en protesta por sus disfunciones. En algunos casos las revueltas se han convertido en oleadas revolucionarias, como sucedió en 2011 en el mundo árabe, revertidas después en una feroz reacción militar o en el caos de la guerra civil. En otros han producido resultados desiguales, pero han obligado a cambiar gobiernos y políticas, o han terminado cuajando en partidos nuevos, como Syriza o Podemos.
Dicen los expertos que la volatilidad de las revueltas obedece al papel de la tecnología digital y, sobre todo, de los cacharros móviles. Es una evidencia que los ciudadanos contamos con unos nuevos instrumentos de comunicación, que también son de movilización y que nos hacen individualmente más poderosos. El gesto más repetido en nuestras vidas digitales es el de sacar el teléfono móvil del bolsillo para consultar los mensajes nuevos. Según los expertos, quienes usamos smartphones, lo repetimos obsesivamente una vez cada cinco minutos mientras estamos despiertos, algo que se convierte en un gesto revolucionario cuando nos dedicados también obsesivamente, junto a otros millares de ciudadanos, a una causa política que nos motiva. De existir los móviles hace 50 años, Franco hubiera tenido el destino de Mubarak, Ben Ali o Gadafi.