Lluís Bassets
Erdogan juega muy fuerte. Sin componendas ni contemplaciones. No tan solo de cara adentro, donde la purga alcanza proporciones gigantescas, jamás vistas en el pasado más reciente y digna de regímenes totalitarios; sino también hacia fuera, en dirección a la UE, a la OTAN, a Estados Unidos, los aliados a los que presiona y sitúa en una posición inconfortable con sus exigencias de apoyo incondicional.
En el castigo a los aliados hay una evidente factura del rencor por la escasa diligencia en condenar el golpe que demostraron en la noche del 15 de julio, todos a la espera de conocer su desenlace antes de expresar su apoyo a la democracia. Pero hay otro factor de orden táctico, que iguala a Erdogan con los autócratas de la región en el uso de las amenazas. Nada es más fácil que hacerse el ofendido para sacar réditos por la imperdonable ofensa infligida y de paso quitarse de encima las críticas por los excesos represivos.
Erdogan abolió la pena de muerte en 2004 para cumplir con las condiciones de ingreso en la UE, pero ahora sus partidarios le piden que la restaure para castigar a los golpistas y a sus numerosos seguidores, detenidos a millares no se sabe si por participar en la conspiración, meramente por desear que triunfara el golpe o por pertenecer a la secta gulenista culpabilizada colectivamente. Por supuesto, es una ofensa intolerable contra la soberanía nacional que desde Bruselas se recuerde a Turquía la imposibilidad de integrar la UE en caso de que se reinstaure la pena capital para castigar a los golpistas.
Erdogan cuenta con un colosal precedente de chantaje sobre la UE en el acuerdo sobre devolución de los refugiados sirios, cobrado generosamente en financiación europea, reapertura de la negociación de adhesión y concesión de un régimen de exención de visados. Ahora el contragolpe es la oportunidad para echar un nuevo pulso a la UE con la pena de muerte, que puede abrir en canal las enteras relaciones con Bruselas, incluido el acuerdo de los refugiados.
Con Estados Unidos sucede tres cuartos de lo mismo. De entrada, el entorno de Erdogan insinúa públicamente que Washington estaba detrás del golpe y su prensa más afín llega a titular que fue quien intentó asesinarle. Dos son, el menos, las palancas para presionar: la base aérea de Incirlik, imprescindible para bombardear al Estado Islámico, y el anciano clérigo Fetulá Gülen, que vive en Pensilvania, cuya extradición exige Erdogan para salvar las relaciones con Obama.
Hay una enorme estupefacción entre los aliados de Turquía por las dimensiones de la represión interna y de la ira externa. Una va con otra, pues así es como dentro Erdogan obtiene manos libres y fuera mantiene a raya a los críticos. El resultado es una deriva geopolítica que aleja a Turquía de Europa, la Alianza Atlántica y el Estado de derecho exigido por Europa y le aproxima al entorno de países iliberales y autocráticos propio de Oriente Próximo y del mundo árabe. Con la admirable excepción tunecina, este es el final de un ensueño, el del islamismo democrático al estilo de las democracias cristianas europeas, que las revueltas árabes de 2011 despertaron.