Lluís Bassets
El verso manoseado más que citado de Espriu no pide que se extiendan los puentes de diálogo sino que sean seguros, es decir, que no se nos hundan bajo los pies. Pertenece a un poema de 'La pell de brau' en el que el poeta entona una plegaria por Sepharad, para que "viva eternamente, en el orden y en la paz, en el trabajo y en la difícil y merecida libertad".
No se trata de reanudar el diálogo, sino de hacerlo de forma cierta y segura. Que el puente sea auténtico, no un artefacto de cartón piedra. Que no se nos rompa en cuanto lo carguemos con el peso excesivo de nuestros argumentos. Hay que leer, en todo caso, los versos que siguen para entender su significado pleno: "y trata de comprender y amar las razones y las hablas diversas de tus hijos".
El consejo del poeta es conocido: el diálogo exige calzarse los zapatos del otro, comprender sus razones y luego incluso amarlas, momento en que el diálogo da sus frutos de pacto y de concordia. En el caso de Sepharad, de España quiero decir, no basta con tratar de comprender y amar las razones del otro, sino que el poeta nos aconseja que comprendamos y amemos sus formas de hablar distintas, sus lenguas.
Pero Sepharad no existe, Espriu ya no sirve, el diálogo hispánico se ha terminado, según anunció Pujol en 2009, un año antes de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. El Partido Popular llevaba mucho tiempo lejos de Sepharad, desde la mayoría absoluta de Aznar en 2000. Antes incluso de que el tripartito en el Pacte del Tinell le declarara proscrito para cualquier diálogo. Rajoy prohibió a Josep Piqué que participara en la ponencia del Estatut. Luego recogió firmas contra la iniciativa catalana. Recurrió ante el Constitucional y presionó el alto tribunal hasta llegar casi a paralizarlo para obtener la sentencia que buscaba. Era el tiempo de los puentes rotos, según afortunada expresión de Manuel Milián Mestre.
La eficacia de la estrategia está fuera de duda. Ciertamente, los populares están pagando un precio, hasta el punto de que en Cataluña son el Nasty Party (partido antipático en traducción suave) y obtienen unos resultados electorales impropios de un partido de Gobierno. Pero tienen un alto rendimiento electoral en el conjunto de España y dividen al socialismo hasta cerrarle el paso de La Moncloa. Si el PP puede gobernar sin apenas votos catalanes, el PSOE no podrá hacerlo nunca sin buenos resultados en Cataluña.
No sabemos ni podemos asegurar que el diálogo que ahora se anuncia sea verdaderamente lo que dice ser. Unos y otros quieren hablar, pero cada parte llega cargada de severas condiciones. Puigdemont está dispuesto a discutir, pero solo de la fecha, la pregunta y las circunstancias de la consulta. Rajoy llega dispuesto a discutir de todo menos de la consulta sobre la independencia. Ni una ni otra parte parecen dispuestos a "comprender y amar las razones" de la otra, en realidad, ni siquiera a escucharlas.
Son dos gobiernos enrocados. Uno en un referéndum obligatorio. El otro en el inmovilismo constitucional. El gobierno catalán puede moverse en cuanto a los plazos del calendario y poco más. El español está convencido de que puede avanzar en todo lo que sea cuantificable, es decir, traducible en términos monetarios, pero no en lo que atañe a soberanía y sentimientos. Ya se sabe, quienes se ven como romanos ven fenicios en todas partes.
El PP empieza también a moverse en la reforma de la Constitución, pero no quiere abrir el portillo sin saber el resultado final. El consenso no es para el PP un edificio construido por todos sino un acuerdo previo cerrado con el PSOE. El documento federal de Granada tiene todos los visos de servir para este consenso preliminar, entendido como punto de llegada, como el PSOE, y no de partida, como el PSC.
La novedad no es el diálogo, que en propiedad solo existe como enunciado de intenciones, sino que el PP, por primera vez desde 2004, en vez de seguir en su estrategia de los puentes rotos ?no a todo?, está dispuesto a interferir en el proceso independentista con personajes sobre el terreno de perfil más político y con ofertas de diálogo y negociación en las cuestiones que no afecten a la soberanía. A pesar de la modestia de los objetivos, es interesante observar si produce efectos en el electorado, especialmente en la zona central y moderada, y en el propio proceso soberanista.
En todo caso, toca a su fin la época de los puentes rotos, pero a la vista está que todavía no ha empezado la época de los nuevos y seguros puentes que Espriu quería para Sepharad.