Lluís Bassets
No hay nada comparable con la elección del presidente de los Estados Unidos. Desde las prolongadas primarias desparramadas entre enero y junio del año electoral hasta la compleja elección indirecta del primer mandatario el primer martes después el primer lunes de noviembre, todo es distinto y desmesurado, apasionante e incluso magnético para la opinión pública mundial.
No ha sido así siempre. La primera elección que fascinó al planeta entero, en plena guerra fría, fue la de John Fitzgerald Kennedy en 1960, cuando empezaba la era de la televisión. Contribuyeron la juventud, el glamour familiar y la religión del candidato demócrata, el catolicismo, precisamente la primera confesión que se identifica con la universalidad. Desde entonces, en todas las elecciones ha ido creciendo la atención de un mundo consciente del liderazgo de Washington y por tanto de las repercusiones que tendrá el cambio de presidente en cada uno de los países.
Con Obama se produjo un nuevo salto. El actual presidente venció a Hillary Clinton en las primarias demócratas a partir de una narrativa de superación personal que se identifica con el combate de los afroamericanos contra las barreras racistas y la discriminación en una república que nació como esclavista. Obama, además de ser el primer afroamericano que pisa la Casa Blanca como presidente, es el presidente que más se parece al mundo tal como es, con el centro de gravedad en el Pacífico y no en el Atlántico, más africano y asiático que europeo, más mestizo que blanco.
Con la elección de este año aparece otra novedad. Ya no son las consecuencias de la llegada de Trump o de Clinton a la Casa Blanca lo que las convierten en unas elecciones de dimensión global, sino las ideas y pasiones políticas compartidas. Pocas cosas iluminan mejor la campaña de Trump como la campaña del Brexit y viceversa. Ambas demandan controles sobre las fronteras, suscitan el temor a los inmigrantes, alientan la nostalgia por una supuesta grandeza en declive y proponen recuperar el poder cedido o perdido, es decir, nada menos que la independencia.
El independentismo escocés acertó al caracterizar la campaña unionista para el referéndum como Proyecto Miedo. En vez de aportar argumentos para quedarse, Cameron exhibió los enormes percances que sufriría Escocia fuera del Reino Unido. Solo Gordon Brown supo contrarrestar en algo la pobreza argumental de los contrarios a la independencia.
Ahora Cameron está repitiendo la jugada y blande otra vez el Proyecto Miedo como manguera para apagar el fuego que él mismo ha encendido. También Gordon Brown ha salido al rescate de Europa con un solemne discurso desde la ruinas de Coventry. Pero ha sido el nuevo alcalde de Londres, Sadiq Khan, hijo de pakistaníes, quien ha encontrado el mejor argumento, con su denuncia del Proyecto Odio, que es el que califica al populismo de extrema derecha, rampante en todo occidente y capaz de proyectar los males del mundo global sobre los inmigrantes y propugnar el regreso a unos viejos e inútiles Estados nacionales, encerrados sobre sí mismos y sobre su identidad cultural e incluso étnica.