
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
No sé por qué le damos tantas vueltas al abismo fiscal que se abrirá bajo los pies de los ciudadanos de Estados Unidos el 1 de enero de 2013 cuando nosotros ya tenemos uno propio, el nuestro es probablemente mucho más profundo y nos hemos caído con todo el equipo en sus profundidades desde hace ya al menos dos años. El fiscal cliff es la expresión que sirve para designar el momento en que se desencadenan dos mecanismos simultáneos: una subida automática de impuestos y un recorte lineal del gasto público. También podríamos traducir cliff por acantilado, precipicio o barranco, una forma de señalar que jugamos a la gallina o al cobarde: dos autos que compiten a ver quien frena más tarde en una carrera hacia el vacío. Es lo que va a suceder dentro de 50 días si la victoria de Obama sobre Romney no hace cambiar de posición a los congresistas republicanos, permanentes objetores de conciencia a cualquier aumento de impuestos que afecte, sobre todo, a los más ricos.
Aquí nos creemos distintos y mejores, pero con frecuencia no sabemos donde tenemos la mano derecha. Eso que los políticos estadounidenses amenazan con hacer los nuestros lo han hecho ya. Bajo las órdenes de Merkel y con la ayuda de los gobiernos de uno y otro color, además de la pacífica colaboración de los parlamentos, pero sobre todo con la activa participación de los gobiernos regionales y central. Primero con los niveles de endeudamiento conseguidos, en Washington gracias a la década de despilfarro bélico y en España a la década del ladrillo especulativo, la obra pública faraónica y el estímulo del famoso tres por ciento para la financiación de los partidos. Después con los recortes de impuestos a los más ricos: en Estados Unidos lo hizo Bush de forma temporal, mientras que aquí lo han hecho todos en distintas fases y maneras: con la tolerancia o escasa vigilancia en la lucha contra el fraude, los privilegios a las sicavs, la eliminación del impuesto de sucesiones y ahora la amnistía fiscal a los evasores. A continuación con el incremento de los impuestos que afectan sobre todo a las clases medias (IRPF) y a todos (IVA). Y finalmente, con los recortes sociales de nuestro reciente y apenas estrenado Estado de bienestar, que es donde hay más prisas y ganas.
En Estados Unidos los ciudadanos han tenido la suerte de poder discutir sobre estos temas durante la campaña presidencial, incluyendo las primarias republicanas, en las que la apetencia por el estado mínimo y por la fiscalidad, a ser posible nula, se expresó de forma tan contundente como para que los electores tomaran nota. Esa es una de las explicaciones de la victoria de Obama, no la única: resulta que la mayoría de los electores no quiere un Estado mínimo y desentendido de la suerte de los ciudadanos. De ahí que la reacción del presidente elegido por segunda vez haya sido anunciar la subida de impuestos a los más ricos, esos que siempre consiguen escaparse de rositas en Europa, en España y en Cataluña: sí, saquemos de paso y como colofón la situación de la economía catalana ya que estamos en campaña electoral y, enorme paradoja, a la vez en nuestro abismo fiscal, intervenidos hasta las cejas, y a punto de la plenitud nacional según anuncia Ulises Mas en su marcha hacia la Ítaca del Estado independiente.