
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Es difícil discutir el derecho a decidir. Más fácil es disentir de la obligación de decidir. Quienes reivindican el derecho a decidir no lo sienten como una obligación. Pero no es el caso de quienes no lo ven claro, quienes tienen dudas o quienes directamente no están de acuerdo. Todos estos lo perciben como la obligación de decidir, algo con lo que difícilmente se puede estar de acuerdo.
Eso se ha resuelto en las elecciones, dicen quienes defienden el derecho a decidir. También es un argumento dudoso: no todo el mundo entiende las elecciones de la misma forma. La teoría del mandato electoral tiene sus partidarios, pero cojea por muchos lados. Que cuatro de los seis grupos parlamentarios que conforman la cámara catalana defiendan nominalmente el derecho a decidir no significa que todos coincidan en el qué, el cuándo y el cómo: sin ir más lejos, para el PSC no es lo mismo que para CiU, como para CDC no es lo mismo que para UDC.
Veamos. Es posible, por ejemplo, que alguien defienda el derecho a decidir al final y como coronación de un proceso de negociación en el que las dos partes de este asunto concuerdan la nueva relación que se quiera establecer y la ratifican mediante una o varias consultas, a todos o a una de las partes. Derecho a decidir, sí; por parte de los catalanes solos, también; pero al final del proceso, simultáneamente a una consulta a todos los españoles; concordado con todos; y por supuesto, dentro de la legalidad.
También es posible lo contrario. Que el derecho a decidir se anteponga a cualquier otro paso. Que se sitúe por encima de cualquier legalidad. Que se reduzca el diálogo con Madrid a un mero trámite previo a una decisión unilateral. Los argumentos que se utilizan para defender este procedimiento son muy serios, tan serios como que son autorreferenciales: decido solo yo, y quiero decidir que soy soberano, por la única y exclusiva razón de que soy soberano y de que no admito ni puedo admitir ninguna otra soberanía por encima de la mía.
Así planteado el derecho a decidir ha decidido antes de tomar la decisión. Basta con adherirse al derecho a decidir previo a cualquier negociación para que se convierta automáticamente en la decisión misma. Se entiende que quienes estén en desacuerdo con tanta perentoriedad lo sientan como una obligación que se les impone para no quedar descabalgados e identificados con el PP y C?s. También se entiende que quienes quieren ejercerlo se dejen de zarandajas y exijan decidir lo antes posible, ya, aquí y ahora, sin mayores dilaciones, antes de que la crisis escampe. Tiene, además, una ventaja: si no lo sacan adelante al menos sacarán réditos electorales y dividirán a los socialistas.
El derecho a decidir como premisa previa y exclusiva, que es lo que defienden CiU y ERC, es un programa de ruptura. Fruto de un mandato, pero no precisamente electoral sino de los manifestantes incontables, de la movilización y agitación popular. Legítimo, por supuesto. Pero ruptura. Con la Constitución y con el marco legal vigente. Así de llano.
Se puede intentar, pero hay que tener fuerzas para coronar la cima. Y hay que contar con aliados fuertes e influyentes dentro y fuera para acompañar la cordada, cosa más que dudosa, a estas alturas al menos. Y luego, aceptar con todas las consecuencias el riesgo de que se fracase e incluso de que se pierda más en el intento de lo que se gane. Ha sucedido ya otras veces. Y sabemos el precio que hemos pagado.